ÉRASE UNA VEZ: Bola de Sebo, de Guy de Maupassant, por Melquíades Walker
Era Maupassant un
hombre de carácter melancólico, ascético, algo misógino, llegando a decir del
matrimonio que era “un intercambio de
malos humores durante el día y de malos olores durante la noche”, y con
cierta aversión al género humano, por lo que evitaba cualquier vínculo social,
sin embargo, alguna relación sexual tuvo que llevar a cabo ya que se le
adjudican hasta tres hijos. A lo largo de su vida sufrió una continua tortura
con las migrañas, las cuales intentaba superar mediante el consumo de
estupefacientes, como el éter o la cocaína, disfrutando, por un lado, de sus
efectos estimulantes, lo que le potenciaba sensiblemente su talento
imaginativo, pero, por otro, se vio afectado, al mismo tiempo, por las secuelas
deprimentes y alucinógenas de ellos, produciéndole, incluso, visiones y
alucinaciones.
Por todo ello no es de
extrañar su exquisita desenvoltura entre la crítica de la sociedad burguesa de
su tiempo y la ironía natural de su personalidad, una conjunción que supo
manejar a la perfección hasta ser considerado uno de los escritores
naturalistas más importantes, no solo de la literatura francesa, sino incluso mundial,
claro está, un tanto a la sombra de su mentor Émile Zola. Sin embargo, gracias
a las peculiaridades de su estilo, estaría un poco a caballo entre el
romanticismo tardío y los primeros pasos del naturalismo imperante, llenando
todos sus primeros trabajos de una incuestionable realidad, siendo un maestro
de la observación y de la fotografía con palabras.En cambio, con el tiempo se
inclinó hacia la novela psicológica, potenciada por su propio estado mental y
emocional en continua evolución de degradación, acabando en una narrativa
fantástica y de terror.
Su obra es amplia y la
desarrolló bajo varios seudónimos, como Joseph Prunier, Guy de Valmont o
Maufrigneuse, llegando a publicar seis novelas, unos trescientos cuentos, seis
obras de teatro, tres libros de viajes e, incluso, una antología poética, eso
sin contar su labor periodística.
Toda creación artística
se sostiene sobre los cuatro pilares más característicos de su estilo: una
prosa sencilla y directa, su variedad de situaciones, aunque todas dentro de
una absoluta fidelidad a la descripción de la sociedad de su época, la pulcra impersonalización de sus narraciones y su fina ironía.
El cuento que nos
ocupa, “Bola de Sebo” (Boule de Suif),
fue el primero de su creación y el más conocido, publicado en 1880, dentro de
la colección titulada “Las veladas de Médan”, su argumento retrocede a la
década de 1870, durante la ocupación prusiana de Francia y en él nos dibuja una
sociedad hipócrita, engolada y adoradora de las falsas virtudes de una burguesía
decadente y corrompida.
Espero que lo
disfruten.
Bola de Sebo
[Cuento - Textocompleto.]
Guy de
Maupassant
Durante muchos días consecutivos pasaron
por la ciudad restosdel ejército derrotado. Más que tropas regulares,
parecíanhordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidasy
sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de
cansancio,sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y
derrengados,incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andabansólo
por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto separaban. Los más eran
movilizados, hombres pacíficos, muchosde los cuales no hicieron otra cosa en el
mundo que disfrutar de sus rentas,y los abrumaba el peso del fusil; otros eran
jóvenes voluntariosimpresionables, prontos al terror y al entusiasmo,
dispuestos fácilmentea huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos
veteranos aguerridos,restos de una división destrozada en un terrible combate;
artillerosde uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias,
entrelos cuales aparecía el brillante casco de algún dragóntardo en el andar,
que seguía difícilmente la marcha ligerade los infantes.
Compañías de francotiradores, bautizados
con epítetosheroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba,
LosCompañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto defacinerosos,
capitaneados por antiguos almacenistas de paños o decereales, convertidos en
jefes gracias a su dinero -cuando no al tamañode las guías de sus bigotes-, cargados
de armas, de abrigos y degalones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban
planes de campañay pretendían ser los únicos cimientos, el único sosténde
Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombrosde
fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados,gentes
del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.
Por entonces se dijo que los prusianos
iban a entrar en Ruán.
La Guardia Nacional, que desde dos meses
atrás practicaba congran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los
bosques vecinos,fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al
combatecuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sushogares. Las
armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos quehasta entonces derramaron
el terror sobre las carreteras nacionales, entreleguas a la redonda,
desaparecieron de repente.
Los últimos soldados franceses acababan
de atravesar el Senabuscando el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y
Bourg-Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie,
desalentado porqueno podía intentar nada con jirones de un ejército deshechoy
enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencery al
presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.
Una calma profunda, una terrible y
silenciosa inquietud, abrumaron ala población. Muchos burgueses acomodados,
entumecidos en el comercio,esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor
de que juzgasen armasde combate un asador y un cuchillo de cocina.
La vida se paralizó, se cerraron las
tiendas, las calles enmudecieron.De tarde en tarde un transeúnte, acobardado
por aquel mortal silencio,al deslizarse rápidamente, rozaba el revoco de las
fachadas.
La zozobra, la incertidumbre, hicieron
al fin desear que llegase, deuna vez, el invasor.
En la tarde del día que siguió a la
marcha de las tropasfrancesas, aparecieron algunos ulanos, sin que nadie se
diese cuenta decómo ni por dónde, y atravesaron a galope la ciudad. Luego,una
masa negra se presentó por Santa Catalina, en tanto que otrasdos oleadas de
alemanes llegaba por los caminos de Darnetal y de Boisguillaume. Las
vanguardias de los tres cuerpos se reunieron a una hora fija en laplaza del
Ayuntamiento y por todas las calles próximas afluyóel ejército victorioso,
desplegando sus batallones, que hacíanresonar en el empedrado el compás de su
paso rítmico y recio.
Las voces de mando, chilladas
guturalmente, repercutían a lolargo de los edificios, que parecían muertos y
abandonados, mientrasque detrás de los postigos entornados algunos ojos
inquietos observabana los invasores, dueños de la ciudad y de vidas y haciendas
porderecho de conquista. Los habitantes, a oscuras en sus vivencias, sentíanla
desesperación que producen los cataclismos, los grandes trastornosasoladores de
la tierra, contra los cuales toda precaución y todaenergía son estériles. La
misma sensación se reproducecada vez que se altera el orden establecido, cada
vez que deja de existirla seguridad personal, y todo lo que protegen las leyes
de los hombreso de la naturaleza se pone a merced de una brutalidad
inconsciente y feroz.Un terremoto aplastando entre los escombros de las casas a
todo el vecindario;un río desbordado que arrastra los cadáveres de los campesinosahogados,
junto a los bueyes y las vigas de sus viviendas, o un ejércitovictorioso que
acuchilla a los que se defienden, hace a los demásprisioneros, saquea en nombre
de las armas vencedoras y ofrenda sus precesa un dios, al compás de los
cañonazos, son otros tantos azoteshorribles que destruyen toda creencia en la
eterna justicia, toda la confianzaque nos han enseñado a tener en la protección
del cielo yen el juicio humano.
Se acercaba a cada puerta un grupo de
alemanes y se alojaban en todaslas casas. Después del triunfo, la ocupación.
Los vencidosse veían obligados a mostrarse atentos con los vencedores.
Al cabo de algunos días, y disipado ya
el temor del principio,se restableció la calma. En muchas casas un oficial
prusiano compartíala mesa de una familia. Algunos, por cortesía o por tener
sentimientosdelicados, compadecían a los franceses y manifestaban que les
repugnabaverse obligados a tomar parte activa en la guerra. Se les
agradecíanesas demostraciones de aprecio, pensando, además, que alguna vezsería
necesaria su protección. Con adulaciones, acaso evitaríanel trastorno y el
gasto de más alojamientos. ¿A quéhubiera conducido herir a los poderosos, de
quienes dependían? Fueramás temerario que patriótico. Y la temeridad no es un
defectode los actuales burgueses de Ruán, como lo había sido enaquellos tiempos
de heroicas defensas, que glorificaron y dieron lustrea la ciudad. Se razonaba
-escudándose para ello en la caballerosidadfrancesa- que no podía juzgarse un
desdoro extremar dentro de casalas atenciones, mientras en público se
manifestase cada cual pocodeferente con el soldado extranjero. En la calle,
como si no se conocieran;pero en casa era muy distinto, y de tal modo lo
trataban, que reteníantodas las noches a su alemán de tertulia junto al hogar,
en familia.
La ciudad recobraba poco a poco su
plácido aspecto exterior.Los franceses no salían con frecuencia, pero los
soldados prusianostransitaban por las calles a todas horas. Al fin y al cabo,
los oficialesde húsares azules, que arrastraban con arrogancia sus sables
poraceras, no demostraban a los humildes ciudadanos mayor desprecio del queles
habían manifestado el año anterior los oficiales de cazadoresfranceses que
frecuentaban los mismos cafés.
Había, sin embargo, un algo especial en
el ambiente; algo sutily desconocido; una atmósfera extraña e intolerable,
comouna peste difundida: la peste de la invasión. Esa peste saturabalas
viviendas, las plazas públicas, trocaba el sabor de los alimentos,produciendo
la impresión sentida cuando se viaja lejos del propiopaís, entre bárbaras y
amenazadoras tribus.
Los vencedores exigían dinero, mucho
dinero. Los habitantes pagabansin chistar; eran ricos. Pero cuanto más opulento
es el negociantenormando, más le hace sufrir verse obligado a sacrificar una
parte,por pequeña que sea, de su fortuna, poniéndola en manos deotro.
A pesar de la sumisión aparente, a dos o
tres leguas de la ciudad,siguiendo el curso del río hacia Croiset, Dieppedalle
o Biessart, los marineros y los pescadores con frecuencia sacaban del agua el
cadáverde algún alemán, abotagado, muerto de una cuchillada, o deun garrotazo,
con la cabeza aplastada por una piedra o lanzado al aguade un empujón desde
oscuras venganzas, salvajes y legítimasrepresalias, desconocidos heroísmos,
ataques mudos, más peligrososque las batallas campales y sin estruendo
glorioso.
Porque los odios que inspira el invasor
arman siempre los brazos dealgunos intrépidos, resignados a morir por una idea.
Pero como los vencedores, a pesar de
haber sometido la ciudad al rigorde su disciplina inflexible, no habían
cometido ninguna de las brutalidadesque les atribuía y afirmaba su fama de
crueles en el curso de sumarcha triunfal, se rehicieron los ánimos de los
vencidos y la convenienciadel negocio reinó de nuevo entre los comerciantes de
la región.Algunos tenían planteados asuntos de importancia en El Havre, ocupado
todavía por el ejército francés, y se propusieronhacer una intentona para
llegar a ese puerto, yendo en coche a Dieppe, en donde podrían embarcar.
Apoyados en la influencia de algunos
oficiales alemanes, a los que tratabanamistosamente, obtuvieron del general un
salvoconducto para el viaje.
Así, pues, se había prevenido una
espaciosa diligenciade cuatro caballos para 10 personas, previamente inscritas
en el establecimientode un alquilador de coches; y se fijó la salida para un
martes,muy temprano, con objeto de evitar la curiosidad y aglomeraciónde
transeúntes.
Días antes, las heladas habían
endurecido ya la tierra,y el lunes, a eso de las tres, densos nubarrones
empujados por un vientonorte descargaron una tremenda nevada que duró toda la
tarde y todala noche.
A eso de las cuatro y media de la
madrugada, los viajeros se reunieronen el patio de la Posada Normanda, en cuyo
lugar debían tomar ladiligencia.
Llegaban muertos de sueño; y tiritaban
de frío, arrebujadosen sus mantas de viaje. Apenas se distinguían en la
oscuridad, yla superposición de pesados abrigos daba el aspecto, a todas
aquellaspersonas, de sacerdotes barrigudos, vestidos con sus largas sotanas.
Dosde los viajeros se reconocieron; otro los abordó y hablaron.
-Voy con mi mujer -dijo uno.
-Y yo.
El primero añadió:
-No pensamos volver a Ruán, y si los
prusianos se acercan a El Havre, nos embarcaremos para Inglaterra.
Los tres eran de naturaleza semejante y,
sin duda, por eso teníanaspiraciones idénticas.
Aún estaba el coche sin enganchar. Un
farolito llevado por unmozo de cuadra, de cuando en cuando aparecía en una
puerta oscura,para desaparecer inmediatamente por otra. Los caballos herían
conlos cascos el suelo, produciendo un ruido amortiguado por la paja de
suscamas, y se oía una voz de hombre dirigiéndose a las bestias,a intervalos
razonable o blasfemadora. Un ligero rumor de cascabeles anunciabael manejo de
los arneses, cuyo rumor se convirtió bien pronto enun tintineo claro y
continuo, regulado por los movimientos de una bestia;cesaba de pronto, y volvía
a producirse con una brusca sacudida,acompañado por el ruido seco de las
herraduras al chocar en laspiedras.
Cerrose de golpe la puerta. Cesó todo
ruido. Los burgueses,helados, ya no hablaban; permanecían inmóviles y rígidos.
Una espesa cortina de copos blancos se
desplegaba continuamente, abrillantaday temblorosa; cubría la tierra,
sumergiéndolo todo en unaespuma helada; y sólo se oía en el profundo silencio
de laciudad el roce vago, inexplicable, tenue, de la nieve al caer, sensación más
que ruido, encruzamiento de átomos ligeros que parecenllenar el espacio, cubrir
el mundo.
El hombre reapareció con su linterna,
tirando de un ronzalsujeto al morro de un rocín que le seguía de mala gana.
Loarrimó a la lanza, enganchó los tiros, dio varias vueltasen torno, asegurando
los arneses; todo lo hacía con una sola mano,sin dejar el farol que llevaba en
la otra. Cuando iba de nuevo al establopara sacar la segunda bestia reparó en
los inmóviles viajeros,blanqueados ya por la nieve, y les dijo:
-¿Por qué no suben al coche y estarán
resguardadosal menos?
Sin duda no se les había ocurrido, y
ante aquella invitaciónse precipitaron a ocupar sus asientos. Los tres maridos
instalaron a susmujeres en la parte anterior y subieron; en seguida, otras
formas borrosasy arropadas fueron instalándose como podían, sin hablarni una
palabra.
En el suelo del carruaje había una buena
porción de paja, en la cual se hundían los pies. Las señoras que habían entrado
primero llevaban caloríferos de cobre con carbón químico, y mientras lo
preparaban, charlaron a media voz: cambiaban impresiones acerca del buen
resultado de aquellos aparatos y repetían cosas que de puro sabidas debieron
tener olvidadas.
Por fin, una vez enganchados en la
diligencia seis rocines en vez decuatro, porque las dificultades aumentaban con
el mal tiempo, una voz desdeel pescante preguntó:
-¿Han subido ya todos?
Otra contestó desde dentro:
-Sí; no falta ninguno.
Y el coche se puso en marcha.
Avanzaba lentamente a paso corto. Las
ruedas se hundían en lanieve, la caja entera crujía con sordos rechinamientos;
los animalesresbalaban, resollaban, humeaban; y el gigantesco látigo de
mayoralrestallaba, sin reposo, volteaba en todos sentidos, enrollándose y
desenrollándosecomo una delgada culebra, y azotando bruscamente la grupa de
algúncaballo, que se agarraba entonces mejor, gracias a un esfuerzo másgrande.
La claridad aumentaba
imperceptiblemente. Aquellos ligeros copos queun viajero culto, natural de Ruán
precisamente, había comparadoa una lluvia de algodón, luego dejaron de caer. Un
resplandor amarillentose filtraba entre los nubarrones pesados y oscuros, bajo
cuya sombra resaltabamás la resplandeciente blancura del campo donde aparecía,ya
una hielera de árboles cubiertos de blanquísima escarcha,ya una choza con una
caperuza de nieve.
A la triste claridad de la aurora lívida
los viajeros empezarona mirarse curiosamente.
Ocupando los mejores asientos de la
parte anterior, dormitaban, unofrente a otro, el señor y la señora Loiseau,
almacenistas de vinos en la calle de Grand Port.
Antiguo dependiente de un vinatero, hizo
fortuna continuando por sucuenta el negocio que había sido la ruina de su
principal. Vendiendobarato un vino malísimo a los taberneros rurales,
adquiriófama de pícaro redomado, y era un verdadero normando rebosante
deastucia y jovialidad.
Tanto como sus bribonadas, comentábanse
también sus agudezas, no siempre ocultas, y sus bromas de todo género; nadie
podíareferirse a él sin añadir como un estribillo necesario: “Ese Loiseau es
insustituible”.
De poca estatura, realzaba con una
barriga hinchada como un globo lapequeñez de su cuerpo, al que servía de remate
una faz arreboladaentre dos patillas canosas.
Alta, robusta, decidida, con mucha
entereza en la voz y seguridad ensus juicios, su mujer era el orden, el cálculo
aritméticode los negocios de la casa, mientras que Loiseau atraía con su
actividadbulliciosa.
Junto a ellos iban sentados en la
diligencia, muy dignos, como vástagosde una casta elegida, el señor
Carré-Lamandon y su esposa. Era el señor Carré-Lamadon un hombre acaudalado,
enriquecidoen la industria algodonera, dueño de tres fábricas, caballerode la
Legión de Honor y diputado provincial. Se mantuvo siemprecontrario al Imperio,
y capitaneaba un grupo de oposición tolerante,sin más objeto que hacerse valer
sus condescendencias cerca delGobierno, al cual había combatido siempre “con
armas corteses”,que así calificaba él mismo su política. La señora Carré-Lamadon,
mucho más joven que su marido, era el consuelode los militares distinguidos,
mozos y arrogantes, que iban de guarnicióna Ruán.
Sentada junto a la señora de Loiseau,
menuda, bonita, envuelta en su abrigo de pieles, contemplaba con los ojos
lastimosos el lamentableinterior de la diligencia.
Inmediatamente a ellos se hallaban
instalados el conde y la condesa Hurbert de Breville, descendientes de uno de
los más nobles y antiguoslinajes de Normandía. El conde, viejo aristócrata, de
gallardocontinente, hacía lo posible para exagerar, con los artificios desu
tocado, su natural semejanza con el rey Enrique IV, el cual, segúnuna leyenda
gloriosa de la familia, gozó, dándole fruto debendición, a una señora de
Breville, cuyo marido fue, poresta honra singular, nombrado conde y gobernador
de provincia.
Colega del señor de Carré-Lamadon en la
Diputación provincial, representaba en el departamento al partido orleanista.
Su enlacecon la hija de un humilde consignatario de Nantes fue incomprensible,
ycontinuaba pareciendo misterioso. Pero como la condesa lució desdeun principio
aristocráticas maneras, recibiendo en su casa con unadistinción que se hizo
proverbial, y hasta dio que decir sobre siestuvo en relaciones amorosas con un
hijo de Luis Felipe, agasajáronla mucho las damas de más noble alcurnia; sus
reuniones fueron lasmás brillantes y encopetadas, las únicas donde se
conservarontradiciones de rancia etiqueta, y en las cuales era difícil
seradmitido.
Las posesiones de los Brevilles
producían -al decir de las gentes-unos 500,000 francos de renta.
Por una casualidad imprevista, las
señoras de aquellos tres caballerosacaudalados, representantes de la sociedad
serena y fuerte, personas distinguidasy sensatas, que veneran la religión y los
principios, se hallabanjuntas a un mismo lado, cuyos otros asientos ocupaban
dos monjas, que sincesar hacían correr entre sus dedos las cuentas de los
rosarios,desgranando padrenuestros y avemarías. Una era vieja, con el
rostrodescarnado, carcomido por la viruela, como si hubiera recibido en
plenafaz una perdigonada. La otra, muy endeble, inclinaba sobre su pecho de
tísicauna cabeza primorosa y febril, consumida por la fe devoradora de los
mártiresy de los iluminados.
Frente a las monjas, un hombre y una
mujer atraían todas lasmiradas.
El hombre, muy conocido en todas partes,
era Cornudet, fiero demócratay terror de las gentes respetables. Hacía 20 años
que salpicabasu barba rubia con la cerveza de todos los cafés populares.
Habíaderrochado en francachelas una regular fortuna que le dejó su
padre,antiguo confitero, y aguardaba con impaciencia el triunfo de la
República,para obtener al fin el puesto merecido por los innumerables tragos
quele impusieron sus ideas revolucionarias. El día 4 de septiembre,al caer el
Gobierno, a causa de un error -o de una broma dispuesta intencionalmente-,se
creyó nombrado prefecto; pero al ir a tomar posesión del cargo, los ordenanzas
de la Prefectura, únicos empleados que allíquedaban, se negaron a reconocer su
autoridad, y eso le contrarióhasta el punto de renunciar para siempre a sus
ambiciones políticas.Buenazo, inofensivo y servicial, había organizado la
defensa conardor incomparable, haciendo abrir zanjas en las llanuras, talando
lasarboledas próximas, poniendo cepos en todos los caminos; y al aproximarselos
invasores, orgulloso de su obra, se retiró más que apaso hacia la ciudad.
Luego, sin duda supuso que su presencia seríamás provechosa en El Havre,
necesitado tal vez de nuevos atrincheramientos.
La mujer que iba a su lado era una de
las que llaman galantes, famosapor su abultamiento prematuro, que le valió el
sobrenombre de Bolade Sebo; de menos que mediana estatura, mantecosa, con las
manos abotagadasy los dedos estrangulados en las falanges -como rosarios de
salchichasgordas y enanas-, con una piel suave y lustrosa, con un pecho enorme,
rebosante,de tal modo complacía su frescura, que muchos la deseaban porqueles
parecía su carne apetitosa. Su rostro era como manzanita colorada,como un
capullo de amapola en el momento de reventar; eran sus ojos negros,magníficos,
velados por grandes pestañas, y su boca provocativa,pequeña, húmeda, palpitante
de besos, con unos dientecitosapretados, resplandecientes de blancura.
Poseía también -a juicio de algunos-
ciertas cualidadesmuy estimadas.
En cuanto la reconocieron las señoras
que iban en la diligencia,comenzaron a murmurar; y las frases “vergüenza
pública”, “mujerprostituida”, fueron pronunciadas con tal descaro, que le
hicieron levantarla cabeza. Fijó en sus compañeros de viaje una mirada,
tanprovocadora y arrogante que impuso de pronto silencio; y todos bajaron la
vista excepto Loiseau, en cuyos ojos asomaba más deseo reprimidoque disgusto
exaltado.
Pronto la conversación se rehízo entre
las tres damas,cuya recíproca simpatía se aumentaba por instantes con
lapresencia de la moza, convirtiéndose casi en intimidad. Creíanse obligadas a
estrecharse, a protegerse, a reunir su honradez de mujereslegales contra la
vendedora de amor, contra la desvergonzada que ofrecíasus atractivos a cambio
de algún dinero; porque el amor legal acostumbraponerse muy fosco y malhumorado
en presencia de una semejante libre.
También los tres hombres, agrupados por
sus instintos conservadores,en oposición a las ideas de Cornudet, hablaban de
intereses conalardes fatuos y desdeñosos, ofensivos para los pobres. El condeHubert
hacía relación de las pérdidas que le ocasionabanlos prusianos, las que
sumarían las reses robadas y las cosechasabandonadas, con altivez de señorón
diez veces millonario,en cuya fortuna tantos desastres no lograban hacer mella.
El señor Carré-Lamadon, precavido industrial, se había curado en salud,enviando
a Inglaterra 600,000 francos, una bicoca de que podía disponeren cualquier
instante. Y Loiseau dejaba ya vendido a la Intendencia delejército francés todo
el vino de sus bodegas, de manera quele debía el Estado una suma de
importancia, que haría efectiva en El Havre.
Se miraban los tres con benevolencia y
agrado; aun cuando su cualidadera muy distinta, los hermanaba el dinero, porque
pertenecían lostres a la francmasonería de los pudientes que hacen sonar el
oroal meter las manos en los bolsillos del pantalón.
El coche avanzaba tan lentamente, que a
las 10 de la mañana nohabía recorrido aún cuatro leguas. Se habían apeadovarias
veces los hombres para subir, haciendo ejercicio, algunas lomas.Comenzaron a
intranquilizarse, porque salieron con la idea de almorzaren Totes, y no era ya
posible que llegaran hasta el anochecer. Mirabana lo lejos con ansia de
adivinar una posada en la carretera, cuando elcoche se atascó en la nieve y
estuvieron dos horas detenidos.
Al aumentar el hambre, perturbaba las
inteligencias; nadie podíasocorrerlos, porque la temida invasión de los
prusianos y el pasodel ejército francés habían hecho imposibles todaslas
industrias.
Los caballeros corrían en busca de
provisiones de cortijo, acercándosea todos los que veían próximos a la
carretera; pero no pudieronconseguir ni un pedazo de pan, absolutamente nada,
porque los campesinos,desconfiados y ladinos, ocultaban sus provisiones,
temerosos de que, alpasar el ejército francés, falto de víveres, cogieracuanto
encontrara.
Era poco más de la una cuando Loiseau
anunció que sentía un gran vacío en el estómago. A todos los demás lesocurría
otro tanto, y la invencible necesidad, manifestándosea cada instante con más
fuerza, hizo languidecer horriblemente lasconversaciones, imponiendo, al fin,
un silencio absoluto.
De cuando en cuando alguien bostezaba;
otro le seguía inmediatamente,y todos, cada uno conforme a su calidad, su
carácter, su educación,abría la boca, escandalosa o disimuladamente, cubriendo
con la manolas fauces ansiosas, que despedían un aliento de angustia.
Bola de Sebo se inclinó varias veces
como si buscase alguna cosadebajo de sus faldas. Vacilaba un momento,
contemplando a sus compañerosde viaje; luego, se erguía tranquilamente. Los
rostros palidecíany se crispaban por instantes. Loiseau aseguraba que pagaría
1,000francos por un jamoncito. Su esposa dio un respingo en señal deprotesta,
pero al punto se calmó: para la señora era un martiriola sola idea de un
derroche, y no comprendía que ni en broma sedijeran semejantes atrocidades.
-La verdad es que me siento desmayado
-advirtió el conde-. ¿Cómoes posible que no se me ocurriera traer provisiones?
Todos reflexionaban de un modo análogo.
Cornudet llevaba un frasquito de ron. Lo
ofreció, y rehusaronsecamente. Pero Loiseau, menos aparatoso, se decidió a
beber unasgotas, y al devolver el frasquito, agradeció el obsequio con
estaspalabras:
-Al fin y al cabo, calienta el estómago
y distrae un poco elhambre.
Reanimose y propuso alegremente que,
ante la necesidad apremiante,debían, como los náufragos de la vieja canción,
comerseal más gordo. Esta broma, en que se aludía muy directamentea Bola de
Sebo, pareció de mal gusto a los viajeros bien educados.Nadie la tomó en cuenta,
y solamente Cornudet sonreía. Lasdos monjas acabaron de mascullar oraciones, y
con las manos hundidas ensus anchurosas mangas, permanecían inmóviles, bajaban
losojos obstinadamente y sin duda ofrecían al Cielo el sufrimientoque les
enviaba.
Por fin, a las tres de la tarde,
mientras la diligencia atravesaba llanurasinterminables y solitarias, lejos de
todo poblado, Bola de Sebo se inclinó,resueltamente, para sacar de debajo del
asiento una cesta.
Tomó primero un plato de fina loza;
luego, un vasito de plata,y después, una fiambrera donde había dos pollos
asados, yaen trozos, y cubiertos de gelatina; aún dejó en la cestaotros
manjares y golosinas, todo ello apetitoso y envuelto cuidadosamente:pasteles,
queso, frutas, las provisiones dispuestas para un viaje de tresdías, con objeto
de no comer en las posadas. Cuatro botellas asomabanel cuello entre los
paquetes.
Bola de Sebo cogió un ala de pollo y se
puso a comerla, con muchapulcritud, sobre medio panecillo de los que llaman
regencias en Normandía.
El perfume de las viandas estimulaba el
apetito de los otros y agravabala situación, produciéndoles abundante saliva y
contrayendosus mandíbulas dolorosamente. Rayó en ferocidad el desprecioque a
las viajeras inspiraba la moza; la hubieran asesinado, la hubieranarrojado por
una ventanilla con su cubierto, su vaso de plata y su cestay provisiones.
Pero Loiseau devoraba con los ojos la
fiambrera de los pollos. Y dijo:
-La señora fue más precavida que
nosotros. Hay gentesque no descuidan jamás ningún detalle.
Bola de sebo hizo un ofrecimiento
amable:
-¿Usted gusta? ¿Le apetece algo,
caballero? Es penosopasar todo un día sin comer.
Loiseau hizo una reverencia de hombre
agradecido:
-Francamente, acepto; el hambre obliga
mucho. La guerra es la guerra.¿No es cierto, señora?
Y lanzando en torno una mirada,
prosiguió:
-En momentos difíciles como el presente,
consuela encontrar almasgenerosas.
Llevaba en el bolsillo un periódico y lo
extendió sobresus muslos para no mancharse los pantalones; con la punta de un
cortaplumaspinchó una pata de pollo muy lustrosa, recubierta de gelatina.Le dio
un bocado, y comenzó a comer tan complacido que aumentócon su alegría la
desventura de los demás, que no pudieronreprimir un suspiro angustioso.
Con palabras cariñosas y humildes, Bola
de Sebo propuso a lasmonjitas que tomaran algún alimento. Las dos aceptaron sin
hacerserogar; y con los ojos bajos, se pusieron a comer de prisa, despuésde
pronunciar a media voz una frase de cortesía. Tampoco se mostró esquivo
Cornudet a las insinuaciones de la moza, y con ella y las monjitas,teniendo un
periódico sobre las rodillas de los cuatro, formaron,en la parte posterior del
coche, una especie de mesa donde servirse.
Las mandíbulas trabajaban sin descanso;
abríanse y cerrábanse las bocas hambrientas y feroces. Loiseau, en un
rinconcito, se despachabamuy a su gusto, queriendo convencer a su esposa para
que se decidiera aimitarle. Resistíase la señora; pero, al fin, víctimade un
estremecimiento doloroso con floreos retóricos, pidiole permiso a “su
encantadora compañera de viaje” para servir a la damauna tajadita.
Bola de Sebo se apresuró a decir:
-Cuanto usted guste.
Y sonriéndole con amabilidad, le alargó
la fiambrera.
Al destaparse la primera botella de
burdeos, se presentó un conflicto.Sólo había un vaso de plata. Se lo iban
pasando uno al otro,después de restregar el borde con una servilleta. Cornudet,
por galantería, sin duda, quiso aplicar sus labios donde los habíapuesto la
moza.
Envueltos por la satisfacción ajena, y
sumidos en la propia necesidad,ahogados por las emanaciones provocadoras y
excitantes de la comida, elconde y la condesa de Breville y el señor y la
señora deCarré-Landon padecieron el suplicio espantoso que ha inmortalizadoel
nombre de Tántalo. De pronto, la monísima esposa del fabricantelanzó un suspiro
que atrajo todas las miradas, su rostro estabapálido, compitiendo en blancura
con la nieve que sin cesar caía;se cerraron sus ojos, y su cuerpo languideció;
desmayose. Muy emocionado, el marido imploraba un socorro que los demás,
aturdidosa su vez, no sabían cómo procurarle, hasta que la mayor delas
monjitas, apoyando la cabeza de la señora sobre su hombro, aplicóa sus labios
el vaso de plata lleno de vino. La enferma se repuso; abriólos ojos, volvieron
sus mejillas a colorearse y dijo, sonriente, que sehallaba mejor que nunca;
pero lo dijo con la voz desfallecida. Entoncesla monjita, insistiendo para que
agotara el burdeos que había enel vaso, advirtió:
-Es hambre, señora; es hambre lo que
tiene usted.
Bola de Sebo, desconcertada, ruborosa,
dirigiéndose a los cuatroviajeros que no comían, balbució:
-Yo les ofrecería con mucho gusto…
Pero se interrumpió, temerosa de ofender
con sus palabras lasusceptibilidad exquisita de aquellas nobles personas;
Loiseau completóla invitación a su manera, librando de apuro a todos:
-¡Eh! ¡Caracoles! Hay que amoldarse a
las circunstancias.¿No somos hermanos todos los hombres, hijos de Adán,
criaturasde Dios? Basta de cumplidos, y a remediarse caritativamente. Acaso no
encontramosni un refugio para dormir esta noche. Al paso que vamos, ya
serámañana muy entrado el día cuando lleguemos a Totes.
Los cuatro dudaban, silenciosos, no
queriendo asumir ninguno la responsabilidadque sobre un “sí” pesaría.
El conde transigió, por fin, y dijo a la
tímida moza,dando a sus palabras un tono solemne:
-Aceptamos, agradecidos a su mucha
cortesía.
Lo difícil era el primer envite. Una vez
pasado el Rubicón, todo fue como un guante. Vaciaron la cesta. Comieron, además
delos pollos, un tarro de paté, una empanada, un pedazo de lengua,frutas,
dulces, pepinillos y cebollitas en vinagre.
Imposible devorar las viandas y no
mostrarse atentos. Era inevitableuna conversación general en que la moza
pudiese intervenir; al principioles violentaba un poco, pero Bola de Sebo, muy
discreta, los condujo insensiblementea una confianza que hizo desvanecer todas
las prevenciones. Las señoras de Breville y de Carré-Lamadon, que tenían un
trato muy exquisito,se mostraron afectuosas y delicadas. Principalmente la
condesa lucióesa dulzura suave de gran señora que a todo puede arriesgarse,
porqueno hay en el mundo miseria que lograra manchar el rancio lustre de su
alcurnia.Estuvo deliciosa. En cambio, la señora Loiseau, que tenía un alma de
gendarme, no quiso doblegarse: hablaba poco y comía mucho.
Trataron de la guerra, naturalmente.
Adujeron infamias de los prusianosy heroicidades realizadas por los franceses:
todas aquellas personas quehuían del peligro alababan el valor.
Arrastrada por las historias que unos y
otros referían, la mozacontó, emocionada y humilde, los motivos que la
obligaban a marcharsede Ruán:
-Al principio creí que me sería fácil
permaneceren la ciudad vencida, ocupada por el enemigo. Había en mi casa
muchasprovisiones y supuse más cómodo mantener a unos cuantos alemanesque
abandonar mi patria. Pero cuando los vi, no pude contenerme; su presenciame
alteró: me descompuse y lloré de vergüenza todo eldía. ¡Oh! ¡Quisiera ser
hombre para vengarme! Débilmujer, con lágrimas en los ojos los veía pasar,
veíasus corpachones de cerdo y sus puntiagudos cascos, y mi criada tuvo
quesujetarme para que no les tirase a la cabeza los tiestos de los
balcones.Después fueron alojados, y al ver en mi casa, junto a míaquella
gentuza, ya no pude contenerme y me arrojé al cuello deuno para estrangularlo.
¡No son más duros que los otros, no!¡Se hundían bien mis dedos en su garganta!
Y lo hubiera matadosi entre todos no me lo quitan. Ignoro cómo pude salvarme.
Unosvecinos me ocultaron, y al fin me dijeron que podía irme a El Havre… Así vengo.
La felicitaron; aquel patriotismo que
ninguno de los viajeros fue capazde sentir agigantaba, sin embargo, la figura
de la moza, y Cornudet sonreía, con una sonrisa complaciente y protectora de
apóstol; asíoye un sacerdote a un penitente alabar a Dios; porque los
revolucionariosbarbudos monopolizan el patriotismo como los clérigos
monopolizanla religión. Luego habló doctrinalmente, con énfasisaprendido en las
proclamas que a diario pone alguno en cada esquina, yremató su discurso con
párrafo magistral.
Bola de Sebo se exaltó, y le contradijo;
no, no pensaba comoél; era bonapartista, y su indignación arrebolaba su
rostrocuando balbucía:
-¡Yo hubiera querido verlos a todos
ustedes en su lugar! ¡Aver qué hubieran hecho! ¡Ustedes tienen la culpa!
¡Elemperador es su víctima! Con un gobierno de gandules como ustedes,¡daría
gusto vivir! ¡Pobre Francia!
Cornudet, impasible, sonreía
desdeñosamente; pero el asuntotomaba ya un cariz alarmante cuando el conde
intervino, esforzándosepor calmar a la moza exasperada. Lo consiguió a duras
penas y proclamó,en frases corteses, que son respetables todas las opiniones.
Entre tanto, la condesa y la esposa del
industrial, que profesaban ala República el odio implacable de las gentes
distinguidas y reverenciabancon instinto femenil a todos los gobiernos altivos
y despóticos, involuntariamente sentíanse atraídas hacia la prostituta,cuyas
opiniones eran semejantes a las más prudentes y encopetadas.
Se había vaciado la cesta. Repartida
entre 10 personas, aun parecióescasez su abundancia, y casi todas lamentaron
prudentemente que no hubieramás. La conversación proseguía, menos animada
desdeque no hubo nada que engullir.
Cerraba la noche. La oscuridad era cada
vez más densa, y el frío,punzante, penetraba y estremecía el cuerpo de Bola de
Sebo, a pesarde su gordura. La señora condesa de Breville le ofreció su rejilla,
cuyo carbón químico había sido renovado yavarias veces, y la moza se lo
agradeció mucho, porque teníalos pies helados. Las señoras Carré-Lamdon y
Loiseau corrieron las suyas hasta los pies de las monjas.
El mayoral había encendido los faroles,
que alumbraban con vivoresplandor las ancas de los jamelgos, y a uno y otro
lado la nieve delcamino parecía desenrollarse bajo los reflejos temblorosos.
En el interior del coche nada se veía;
pero de pronto se pudonotar un manoteo entre Bola de Sebo y Cornudet; Loiseau,
que disfrutaba de una vista penetrante, creyó advertir que el hombre barbudo
apartabarápidamente la cabeza para evitar el castigo de un puño cerradoy
certero.
En el camino aparecieron unos puntos
luminosos. Llegaban a Totes, porfin. Después de 14 horas de viaje, la
diligencia se detuvo frentea la posada del Comercio.
Abrieron la portezuela y algo terrible
hizo estremecer a los viajeros:eran los tropezones de la vaina de un sable
cencerreando contra las losas.Al punto se oyeron unas palabras dichas por el
alemán.
La diligencia se había parado y nadie se
apeaba, como si temieranque los acuchillasen al salir. Se acercó a la
portezuela el mayoralcon un farol en la mano, y alzando el farol, alumbró
súbitamentelas dos hileras de rostros pálidos, cuyas bocas abiertas y cuyosojos
turbios denotaban sorpresa y espanto. Junto al mayoral, recibiendotambién el
chorro de luz, aparecía un oficial prusiano, joven,excesivamente delgado y
rubio, con el uniforme ajustado como un corsé,ladeada la gorra de plato que le
daba el aspecto recadero de fonda inglesa.Muy largas y tiesas las guías del
bigote -que disminuíanindefinidamente hasta rematar en un solo pelo rubio, tan
delgado que noera fácil ver dónde terminaba-, parecían tener lasmejillas
tirantes con su peso, violentando también las cisuras dela boca.
En francés-alsaciano indicó a los
viajeros que se apearan.
Las dos monjitas, humildemente,
obedecieron las primeras con una santadocilidad propia de las personas
acostumbradas a la sumisión. Luego,el conde y la condesa; en seguida, el
fabricante y su esposa. Loiseau hizo pasar delante a su cara mitad, y al poner
los pies en tierra, dijo al oficial:
-Buenas noches, caballero.
El prusiano, insolente como todos los
poderosos, no se dignócontestar.
Bola de Sebo y Cornudet, aun cuando se
hallaban más próximosa la portezuela que todos los demás, se apearon los
últimos,erguidos y altaneros en presencia del enemigo. La moza trataba de
contenersey mostrarse tranquila; el revolucionario se resobaba la barba
rubicundacon mano inquieta y algo temblona. Los dos querían mostrarse
dignos,imaginando que representaba cada cual su patria en situaciones tan
desagradables;y de modo semejante, fustigados por la frivolidad acomodaticia de
sus compañeros,la moza estuvo más altiva que las mujeres honradas, y el otro,
decididoa dar ejemplo, reflejaba en su actitud la misión de indómitaresistencia
que ya lució al abrir zanjas, talar bosques y minarcaminos.
Entraron en la espaciosa cocina de la
posada, y el prusiano, despuésde pedir el salvoconducto firmado por el general
en jefe, donde constabanlos nombres de todos los viajeros y se detallaba su
profesión yestado, lo examinó detenidamente, comparando las personas con
lasreferencias escritas.
Luego dijo, en tono brusco:
-Está bien.
Y se retiró.
Respiraron todos. Aún tenían hambre y
pidieron de cenar.Tardarían media hora en poder sentarse a la mesa, y mientras
lascriadas hacían los preparativos, los viajeros curioseaban las
habitacionesque les destinaban. Abrían sus puertas a un largo pasillo, al
extremodel cual una mampara de cristales raspados lucía un expresivo número.
Iban a sentarse a la mesa cuando se
presentó el posadero. Eraun antiguo chalán asmático y obeso que padecía
constantesahogos, con resoplidos, ronqueras y estertores. De su padre
habíaheredado el nombre de Follenvie.
Al entrar hizo esta pregunta:
-¿La señorita Isabel Rousset?
Bola de Sebo, sobresaltándose, dijo:
-¿Qué ocurre?
-Señorita, el oficial prusiano quiere
hablar con usted ahoramismo.
-¿Para qué?
-Lo ignoro, pero quiere hablarle.
-Es posible. Yo, en cambio, no quiero
hablar con él.
Hubo un momento de preocupación; todos
pretendían adivinarel motivo de aquella orden. El conde se acercó a la moza:
-Señorita, es necesario reprimir ciertos
ímpetus. Unaintemperancia por parte de usted podría originar trastornos
graves.No se debe nunca resistir a quien puede aplastarnos. La entrevista no
revestiráimportancia y, sin duda, tiene por objeto aclarar algún error
deslizadoen el documento.
Los demás se adhirieron a una opinión
tan razonable; instaron,suplicaron, sermonearon y, al fin, la convencieron,
porque todos temíanlas complicaciones que pudieran sobrevenir. La moza dijo:
-Lo hago solamente por complacerlos a
ustedes.
La condesa le estrechó la mano al decir:
-Agradecemos el sacrificio.
Bola de Sebo salió, y aguardaron a
servir la comida para cuandovolviera.
Todos hubieran preferido ser los
llamados, temerosos de que la mozairascible cometiera una indiscreción y cada
cual preparaba en sumagín varias insulseces para el caso de comparecer.
Pero a los cinco minutos la moza
reapareció, encendida, exasperada,balbuciendo:
-¡Miserable! ¡Ah, miserable!
Todos quisieron averiguar lo sucedido;
pero ella no respondióa las preguntas y se limitaba a repetir:
-Es un asunto mío, sólo mío, y a nadie
le importa.
Como la moza se negó rotundamente a dar
explicaciones, reinóel silencio en torno de la sopera humeante. Cenaron bien y
alegremente,a pesar de los malos augurios. Como era muy aceptable la sidra, el
matrimonio Loiseau y las monjas la tomaron, para economizar. Los otros pidieron
vino, excepto Cornudet, que pidió cerveza. Tenía una manera especialde
descorchar la botella, de hacer espuma, de contemplarla, inclinandoel vaso, y
de alzarlo para observar a trasluz su transparencia. Cuandobebía sus barbazas
-de color de su brebaje predilecto- estremecíanse de placer; guiñaba los ojos
para no perder su vaso de vista y sorbíacon tanta solemnidad como si aquélla
fuese la única misiónde su vida. Se diría que parangonaba en su espíritu,
hermanándolas,confundiéndolas en una, sus dos grandes pasiones: la cerveza y
laRevolución, y seguramente no le fuera posible paladear aquéllasin pensar en
ésta.
El posadero y su mujer comían al otro
extremo de la mesa. El señor Follenvie, resoplando como una locomotora
desportillada, teníademasiado estertor para poder hablar mientras comía, pero
ella nocallaba ni su solo instante. Refería todas sus impresiones desdeque vio
a los prusianos por vez primera, lo que hacían, lo que decíanlos invasores, maldiciéndolos
y odiándolos porque le costabadinero mantenerlos, y también porque tenía un
hijo soldado.Se dirigía siempre a la condesa, orgullosa de que la oyese una
damade tanto fuste.
Luego bajaba la voz para comunicar
apreciaciones comprometidas; y sumarido, interrumpiéndola de cuando en cuando,
aconsejaba:
-Más prudente fuera que callases.
Pero ella, sin hacer caso, proseguía:
-Sí, señora; esos hombres no hacen más
que atracarsede cerdo y papas, de papas y de cerdo. Y no crea usted que son
pulcros.¡Oh, nada pulcros! Todo lo ensucian, y donde les apura… lo sueltan,con
perdón sea dicho. Hacen el ejercicio durante horas todos losdías, y anda por
arriba y anda por abajo, y vuelve a la derechay vuelve a la izquierda.¡Si
labrasen los campos o trabajasen en lascarreteras de su país! Pero no, señora;
esos militares nosirven para nada. El pobre tiene que alimentarlos mientras
aprenden a destruir.Yo soy una vieja sin estudios; a mí no me han educado, es
cierto;pero al ver que se fatigan y se revientan en ese ir y venir mañanay
tarde, me digo: habiendo tantas gentes que trabajaban para ser útilesa los
demás, ¿por qué otros procuran, a fuerza detanto sacrificio, ser perjudiciales?
¿No es una compasiónque se mate a los hombres, ya sean prusianos o ingleses, o
poloneses ofranceses? Vengarse de uno que nos hizo daño es punible, y el juezlo
condena; pero si degüellan a nuestros hijos, como reses llevadasal matadero, no
es punible, no se castiga; se dan condecoraciones al quedestruye más.¿No es
cierto? Nada sé, nada me han enseñado;tal vez por mi falta de instrucción
ignoro ciertas cosas, y me pareceninjusticias.
Cornudet dijo campanudamente:
-La guerra es una salvajada cuando se
hace contra un pueblo tranquilo;es una obligación cuando sirve para defender la
patria.
La vieja murmuró:
-Sí, defenderse ya es otra cosa. Pero
¿no deberíamosantes ahorcar a todos los reyes que tienen la culpa?
Los ojos de Cornudet se abrillantaron:
-¡Magnífico, ciudadana!
El señor Carré-Lamadon reflexionaba. Sí,
era fanáticopor la gloria y el heroísmo de los famosos capitanes; pero el
sentidopráctico de aquella vieja le hacía calcular el provecho quereportarían
al mundo todos los brazos que se adiestran en el manejode las armas, todas las
energías infecundas, consagradas a preparary sostener las guerras, cuando se
aplicasen a industrias que necesitansiglos de actividad.
Levantose Loiseau y, acercándose al
fondista, le hablóen voz baja. Oyéndolo, Follenvie reía, tosía, escupía; su
enorme vientre rebotaba gozoso con las guasas del forastero; y le compróseis
barriles de burdeos para la primavera, cuando se hubiesen retiradolos
invasores.
Acabada la cena, como era mucho el
cansancio que sentían, sefueron todos a sus habitaciones.
Pero Loiseau, observador minucioso y
sagaz, cuando su mujer se huboacostado, aplicó los ojos y oído alternativamente
al agujerode la cerradura para descubrir lo que llamaba “misterios de pasillo”.
Al cabo de una hora, aproximadamente,
vio pasar a Bola de Sebo, másapetitosa que nunca, rebozando en su peinador de
casimir con blondas blancas. Alumbrábase con una palmatoria y se dirigía a la
mamparade cristales raspados, en donde lucía un expresivo número.Y cuando la
moza se retiraba, minutos después, Cornudet abría su puerta y la seguía en
calzoncillos.
Hablaron y después Bola de Sebo defendía
enérgicamentela entrada de su alcoba. Loiseau, a pesar de sus esfuerzos, no
pudo comprenderlo que decían; pero, al fin, como levantaron la voz, cogióal
vuelo algunas palabras. Cornudet, obstinado, resuelto, decía:
-¿Por qué no quieres? ¿Qué te importa?
Ella, con indignada y arrogante
apostura, le respondió:
-Amigo mío, hay circunstancias que
obligan mucho; no siemprese puede hacer todo, y además, aquí sería una
vergüenza.
Sin duda, Cornudet no comprendió, y como
se obstinase, insistiendoen sus pretensiones, la moza, más arrogante aun y en
voz másrecia, le dijo:
-¿No lo comprende?… ¿Cuando hay
prusianos en la casa,tal vez pared por medio?
Y calló. Ese pudor patriótico de
cantinera que no permitelibertades frente al enemigo, debió de reanimar la
desfallecidafortaleza del revolucionario, quien después de besarla para
despedirseafectuosamente, se retiró a paso de lobo hasta su alcoba.
Loiseau, bastante alterado, abandonó su
observatorio, hizo unascabriolas y, al meterse de nuevo en la cama, despertó a
su amigay correosa compañera, la besó y le dijo al oído:
-¿Me quieres mucho, vida mía?
Reinó el silencio en toda la casa. Y al
poco rato se alzóresonando en todas partes, un ronquido, que bien pudiera salir
de la cuevao del desván; un ronquido alarmante, monstruoso, acompasado,
interminable,con estremecimientos de caldera en ebullición. El señor Follenvie dormía.
Como habían convenido en proseguir el
viaje a las ocho de lamañana, todos bajaron temprano a la cocina; pero la
diligencia,enfundada por la nieve, permanecía en el patio, solitaria, sin
caballosy sin mayoral. En vano buscaban a éste por los desvanes y las
cuadras.No encontrándolo dentro de la posada, salieron a buscarlo y se
hallaronde pronto en la plaza, frente a la Iglesia, entre casuchas de un solo piso,donde
se veían soldados alemanes. Uno pelaba papas; otro, muy barbudoy grandote,
acariciaba a una criaturita de pecho que lloraba, y la mecíasobre sus rodillas
para que se calmase o se durmiese, y las campesinas,cuyos maridos y cuyos hijos
estaban “en las tropas de la guerra”, indicabanpor signos a los vencedores,
obedientes, los trabajos que debíanhacer: cortar leña, encender lumbre, moler
café. Uno lavabala ropa de su patrona, pobre vieja impedida.
El conde, sorprendido, interrogó al
sacristán, que salíadel presbiterio. El acartonado murciélago le respondió:
-¡Ah! Esos no son dañinos; creo que no
son prusianos: vienende más lejos, ignoro de qué país; y todos han dejadoen su
pueblo un hogar, una mujer, unos hijos; la guerra no los divierte.Juraría que también
sus familias lloran mucho, que tambiénse perdieron sus cosechas por la falta de
brazos; que allí comoaquí, amenaza una espantosa miseria a los vencedores como
a losvencidos. Después de todo, en este pueblo no podemos quejarnos,porque no
maltratan a nadie y nos ayudan trabajando como si estuvieranen su casa. Ya ve
usted, caballero: entre los pobres hay siempre caridad…Son los ricos los que
hacen las guerras crueles.
Cornudet, indignado por la recíproca y
cordial condescendencia establecida entre vencedores y vencidos, volvió a la
posada, porqueprefería encerrarse aislado en su habitación a ver talesoprobios.
Loiseau tuvo, como siempre, una frase oportuna y graciosa; “Repueblan”;y el
señor Carré-Lamadon pronunció una solemne frase “Restituyen”.
Pero no encontraban al mayoral. Después
de muchas indagaciones,lo descubrieron sentado tranquilamente, con el ordenanza
del oficial prusiano,en una taberna.
El conde lo interrogó:
-¿No le habían mandado enganchar a las
ocho?
-Sí; pero después me dieron otra orden.
-¿Cuál?
-No enganchar.
-¿Quién?
-El comandante prusiano.
-¿Por qué motivo?
-Lo ignoro. Pregúnteselo. Yo no soy
curioso. Me prohíbenenganchar y no engancho. Ni más ni menos.
-Pero ¿le ha dado esa orden el mismo
comandante?
-No; el posadero, en su nombre.
-¿Cuándo?
-Anoche, al retirarme.
Los tres caballeros volvieron a la
posada bastante intranquilos.
Preguntaron por Follenvie, y la criada
les dijo que no se levantabael señor hasta muy tarde, porque apenas lo dejaba
dormir el asma;tenía terminantemente prohibido que lo llamasen antes de las
diez,como no fuera en caso de incendio.
Quisieron ver al oficial, pero tampoco
era posible, aun cuando se hospedabaen la casa, porque únicamente Follenvie
podía tratar conél de sus asuntos civiles.
Mientras los maridos aguardaban en la
cocina, las mujeres volvierona sus habitaciones para ocuparse de las minucias
de su tocado.
Cornudet se instaló bajo la saliente
campana del hogar, dondeardía un buen leño; mandó que le acercaran un
veladorcitode hierro y que le sirvieran un jarro de cerveza; sacó la pipa,que
gozaba entre los demócratas casi tanta consideracióncomo el personaje que
chupaba en ella -una pipa que parecía servira la patria tanto como Cornudent-,
y se puso a fumar entre sorbo y sorbo,chupada tras chupada.
Era una hermosa pipa de espuma,
primorosamente trabajada, tan negracomo los dientes que la oprimían pero
brillante, perfumada, conuna curvatura favorable a la mano, de una forma tan
discreta, que parecíauna facción más de su dueño.
Y Cornudet, inmóvil, tan pronto fijaba
los ojos en las llamasdel hogar como en la espuma del jarro; después de cada
sorbo acariciabasatisfecho con su mano flaca su cabellera sucia, cruzando
vellones de humoblanco en las marañas de sus bigotes macilentos.
Loiseau, con el pretexto de salir a
estirar las piernas, recorrióel pueblo para negociar sus vinos en todos los
comercios. El conde y elindustrial discurrían acerca de cuestiones políticas y
profetizabanel provenir de Francia. Según el uno, todo lo remediaríael
advenimiento de los Orleáns; el otro solamente confiaba en unredentor ignorado,
un héroe que apareciera cuando todo agonizase; un Duguesclin, una Juana de Arco
y ¿por qué no un invencibleNapoleón I? ¡Ah! ¡Si el príncipe imperial nofuese
demasiado joven! Oyéndolos, Cornudet sonreía como quienya conoce los misterios
del futuro; y su pipa embalsamaba el ambiente.
A las 10 bajó Follenvie. Le hicieron
varias preguntas apremiantes,pero él sólo pudo contestar:
-El comandante me dijo: “Señor
Follenvie, no permita usted quemañana enganche la diligencia. Esos viajeros no
saldrán deaquí hasta que yo lo disponga”.
Entonces resolvieron avistarse con el
oficial prusiano. El conde lehizo pasar una tarjeta, en la cual escribió
Carré-Lamdonsu nombre y sus títulos.
El prusiano les hizo decir que los recibiría
cuando hubiera almorzado.Faltaba una hora.
Ellos y ellas comieron, a pesar de su
inquietud. Bola de Sebo estabafebril y extraordinariamente desconcertada.
Acababan de tomar el café cuando les
avisó el ordenanza.
Loiseau se agregó a la comisión; intentaron
arrastrara Cornudet, pero éste dijo que no entraba en sus cálculospactar con
los enemigos. Y volvió a instalarse cerca del fuego,ante otro jarro de cerveza.
Los tres caballeros entraron en la mejor
habitación de la casa,donde los recibió el oficial, tendido en un sillón, con
lospies encima de la chimenea, fumando en una larga pipa de loza y envueltoen
una espléndida bata, recogida tal vez en la residencia campestrede algún
ricacho de gustos chocarreros. No se levantó, nisaludó, ni los miró siquiera.
¡Magnífico ejemplarde la soberbia desfachatez acostumbrada entre los militares
victoriosos!
Luego dijo:
-¿Qué desean ustedes?
El conde tomó la palabra:
-Deseamos proseguir nuestro viaje,
caballero.
-No.
-Sería usted lo bastante bondadoso para
comunicarnos la causade tan imprevista detención?
-Mi voluntad.
-Me atrevo a recordarle,
respetuosamente, que traemos un salvoconducto,firmado por el general en jefe,
que nos permite llegar a Dieppe. Y supongoque nada justifica tales rigores.
-Nada más que mi voluntad. Pueden
ustedes retirarse.
Hicieron una reverencia y se retiraron.
La tarde fue desastrosa: no sabían cómo
explicar el caprichodel prusiano y les preocupaban las ocurrencias más
inverosímiles.Todos en la cocina se torturaban imaginando cuál pudiera ser elmotivo
de su detención. ¿Los conservarían como rehenes?¿Por qué? ¿Los llevarían
prisioneros? ¿Pediríanpor su libertad un rescate de importancia? El pánico los
enloqueció.Los más ricos se amilanaban con ese pensamiento: se creíanya
obligados, para salvar la vida en aquel trance, a derramar tesoros entrelas
manos de un militar insolente. Se derretían la sesera inventandoembustes
verosímiles, fingimientos engañosos que salvaransu dinero del peligro en que lo
veían, haciéndolos aparecercomo infelices arruinados. Loiseau, disimuladamente,
guardó en elbolsillo la pesada cadena de oro de su reloj. Al oscurecer
aumentaron susaprensiones. Encendieron el quinqué, y, como aún faltabandos
horas para la comida, resolvieron jugar a la treinta y una. Cornudet, hasta el
propio Cornudet, apagó su pipa y, cortésmente, seacercó a la mesa.
El conde cogió los naipes, Bola de Sebo
hizo treinta y una. Elinterés del juego ahuyentaba los temores.
Cornudet pudo advertir que la señora y
el señor Loiseau,de común acuerdo, hacían trampas.
Cuando iban a servir la comida,
Follenvie apareció y dijo:
-El oficial prusiano pregunta si la
señora Isabel Rousset se ha decidido ya.
Bola de Sebo, en pie, al principio
descolorida, luego arrebatada, sintióun impulso de cólera tan grande, que de
pronto no le fue posiblehablar. Después dijo:
-Contéstele a ese canalla, sucio y
repugnante, que nunca me decidiréa eso. ¡Nunca, nunca, nunca!
El posadero se retiró. Todos rodearon a
Bola de Sebo, solicitada,interrogada por todos para revelar el misterio de aquel
recado. Negose al principio, hasta que reventó exasperada:
- ¿Qué quiere?… ¿Qué quiere?… ¿Qué
quiere?… ¡Nada! ¡Estar conmigo!
La indignación instantánea no tuvo
límites. Sealzó un clamoreo de protesta contra semejante iniquidad. Cornudet rompió
un vaso, al dejarlo, violentamente, sobre la mesa. Se emocionabantodos, como si
a todos alcanzara el sacrificio exigido a la moza. El conde manifestó que los
invasores inspiraban más repugnancia queterror, portándose como los antiguos
bárbaros. Las mujeres prodigaban a Bola de Sebo una piedad noble y cariñosa.
Cuando le efervescencia hubo pasado,
comieron. Se habló pocoMeditaban.
Se retiraron pronto las señoras, y los
caballeros organizaronuna partida de ecarté, invitando a Follenvie con el
propósito de sondearle con habilidad en averiguación de los recursos
másconvenientes para vencer la obstinada insistencia del prusiano. Pero
Follenvie sólo pensaba en sus cartas, ajeno a cuanto le decían y sincontestar a
las preguntas, limitándose a repetir:
-Al juego, al juego, señores.
Fijaba tan profundamente su atención en
los naipes, que hastase olvidaba de escupir y respiraba con estertor
angustioso. Producíansus pulmones todos los registros del asma, desde los más
gravesy profundos a los chillidos roncos y destemplados que lanzan los
pollueloscuando aprenden a cacarear.
No quiso retirarse cuando su mujer,
muerta de sueño, bajóen su busca, y la vieja se volvió sola porque tenía por
costumbrelevantarse con el sol, mientras su marido, de natural trasnochador,
estabasiempre dispuesto a no acostarse hasta el alba.
Cuando se convencieron de que no eran
posible arrancarle ni media palabra,lo dejaron para irse cada cual a su alcoba.
Tampoco fueron perezosos para levantarse
al otro día, con laesperanza que les hizo concebir su deseo cada vez mayor de
continuar librementesu viaje. Pero los caballos descansaban en los pesebres; el
mayoral nocomparecía. Entretuviéronse dando paseos en torno de la diligencia.
Desayunaron silenciosos, indiferentes
ante Bola de Sebo. Las reflexionesde la noche habían modificado sus juicios;
odiaban a la moza porno haberse decidido a buscar en secreto al prusiano,
preparando un alegredespertar, una sorpresa muy agradable a sus compañeros.
¿Habíanada más justo? ¿Quién lo hubiera sabido? Pudo salvarlas apariencias, dando
a entender al oficial prusiano que cedíapara no perjudicar a tan ilustres
personajes. ¿Qué importanciapudo tener su complacencia, para una moza como Bola
de Sebo?
Reflexionaban así todos, pero ninguno
declaraba su opinión.
Al mediodía, para distraerse del
aburrimiento, propuso el condeque diesen un paseo por las afueras. Se abrigaron
bien y salieron; sólo Cornudet prefirió quedarse junto a la lumbre, y las dos
monjas pasabanlas horas en la iglesia o en casa del párroco.
El frío, cada vez más intenso, les
pellizcaba las orejasy las narices; los pies les dolían al andar; cada paso era
un martirio.Y al descubrir la campiña les pareció tan horrorosamentelúgubre su
extensa blancura, que todos a la vez retrocedieron conel corazón oprimido y el
alma helada.
Las cuatro señoras iban y las seguían a
corta distancialos tres caballeros.
Loiseau, muy seguro de que los otros
pensaban como él, preguntósi aquella mala pécora no daba señales de acceder,
para evitarlesque se prolongara indefinidamente su detención. El conde,
siemprecortés, dijo que no podía exigírsele a una mujer sacrificiotan
humillante cuando ella no se lanzaba por impulso propio.
El señor Carré-Lamdon hizo notar que, si
los franceses,como estaba proyectado, tomaran de nuevo la ofensiva por Dieppe,
la batalla probablemente se desarrollaría en Totes. Puso a los otrosdos en
cuidado semejante ocurrencia.
-¿Y si huyéramos a pie? -dijo Loiseau.
-¿Cómo es posible, pisando nieve y con
las señoras?-exclamó el conde-. Además, nos perseguirían y luegonos juzgarían
como prisioneros de guerra.
-Es cierto, no hay escape.
Y callaron.
Las señoras hablaban de vestidos; pero
por su ligera conversaciónflotaba una inquietud que les hacía opinar de opuesto
modo.
Cuando apenas lo recordaban, apareció el
oficial prusiano enel extremo de la calle. Sobre la nieve que cerraba el
horizonte perfilabasu talle oprimido y separaba las rodillas al andar, con ese
movimientopropio de los militares que procuran salvar del barro las botas
primorosamente charoladas.
Inclinose al pasar junto a las damas y
miró despreciativoa los caballeros, los cuales tuvieron suficiente coraje para
no descubrirse, aun cuando Loiseau echase mano al sombrero.
La moza se ruborizó hasta las orejas y
las tres señorascasadas padecieron la humillación de que las viera el prusiano
en la calle con la mujer a la cual trataba él tan groseramente.
Y hablaron de su empaque, de su rostro.
La señora Carré-Lamdon, que por haber sido amiga de muchos oficiales podía
opinar con fundamento,juzgó al prusiano aceptable, y hasta se dolió de que no
fuerafrancés, muy segura de que seduciría con el uniforme de húsara muchas
mujeres.
Ya en casa, no se habló más del asunto.
Se intercambiaronalgunas actitudes con motivos insignificantes. La cena,
silenciosa, terminópronto, y cada uno fue a su alcoba con ánimo de buscar en el
sueñoun recurso contra el hastío.
Bajaron por la mañana con los rostros
fatigados; se mostraronirascibles; y las damas apenas dirigieron la palabra a
Bola de Sebo.
La campana de la iglesia tocó a gloria.
La muchacha recordóal pronto su casi olvidada maternidad (pues tenía una
criatura encasa de unos labradores de Yvetot). El anunciado bautizo la
enternecióy quiso asistir a la ceremonia.
Ya libres de su presencia, y reunidos
los demás, se agruparon,comprendiendo que tenían algo que decirse, algo que
acordar. Sele ocurrió a Loiseau proponer al comandante que se quedara con
lamoza y dejase a los otros proseguir tranquilamente su viaje.
Follenvie fue con la embajada y volvió
al punto, porque, sinoírle siquiera, el oficial repitió que ninguno se
iríamientras él no quedara complacido.
Entonces, el carácter populachero de la
señora Loiseaula hizo estallar:
-No podemos envejecer aquí. ¿No es el
oficio de la mozacomplacer a todos los hombres? ¿Cómo se permite rechazara uno?
¡Si la conoceremos! En Rúan lo arrebaña todo;hasta los cocheros tienen que ver
con ella. Sí, señora; elcochero de la Prefectura. Lo sé de buena tinta; como
que toman vinode casa. Y hoy que podría sacarnos de un apuro sin la menor
violencia,¡hoy hace dengues, la muy zorra! En mi opinión, ese prusianoes un
hombre muy correcto. Ha vivido sin trato de mujeres muchos días;hubiera
preferido, seguramente, a cualquiera de nosotras; pero se contenta,para no
abusar de nadie, con la que pertenece a todo el mundo. Respetael matrimonio y
la virtud ¡cuando es el amo, el señor! Lebastaría decir: “Ésta quiero” y
obligar a viva fuerza, entresoldados, a la elegida.
Estremeciéronse las damas. Los ojos de
la señora Carré-Lamadon brillaron; sus mejillas palidecieron, como si ya se
viese violada por elprusiano.
Los hombres discutían aparte y llegaron
a un acuerdo.
Al principio, Loiseau, furibundo, quería
entregar a la miserableatada de pies y manos. Pero el conde, fruto de tres
abuelos diplomáticos,prefería tratar el asunto hábilmente, y propuso:
-Tratemos de convencerla.
Se unieron a las damas. La discusión se
generalizó. Todosopinaban en voz baja, con mesura. Principalmente las señoras
proponíanel asunto con rebuscamiento de frases ocultas y rodeos encantadores,
parano proferir palabras vulgares.
Alguien que de pronto las hubiera oído,
sin duda no sospecharael argumento de la conversación; de tal modo se cubrían
conflores las torpezas audaces. Pero como el baño de pudor que defiendea las
damas distinguidas en sociedad es muy tenue, aquella brutal aventuralas
divertía, sintiéndose a gusto, en su elemento, interviniendoen un lance de
amor, con la sensualidad propia de un cocinero goloso queprepara una cena
exquisita sin poder probarla siquiera.
Se alegraron, porque la historia les
hacía mucha gracia. El condese permitió alusiones bastantes atrevidas -pero
decorosamente apuntadas-que hicieron sonreír. Loiseau estuvo menos correcto, y
sus audaciasno lastimaron los oídos pulcros de sus oyentes. La idea,
expresadabrutalmente por su mujer, persistía en los razonamientos de todos: “¿No
es el oficio de la moza complacer a los hombres? ¿Cómose permite rechazar a
uno?” La delicada señora Carré-Lamadon imaginaba tal vez que, puesta en tan
duro trance, rechazaría menosal prusiano que a otro cualquiera.
Prepararon el bloqueo, lo que tenía que
decir cada uno y lasmaniobras correspondientes; quedó en regla el plan de
ataque, losamaños y astucias que deberían abrir al enemigo la
ciudadelaviviente.
Cornudet no entraba en la discusión,
completamente ajeno al asunto.
Estaban todos tan preocupados, que no
sintieron llegar a Bola de Sebo;pero el conde, advertido al punto, hizo una
señal que los demáscomprendieron.
Callaron, y la sorpresa prolongó aquel
silencio, no permitiéndolesde pronto hablar. La condesa, más versada en
disimulos y tretasde salón, dirigió a la moza esta pregunta:
-¿Estuvo muy bien el bautizo?
Bola de Sebo, emocionada, les dio cuenta
de todo, y acabó conesta frase:
-Algunas veces consuela mucho rezar.
Hasta la hora del almuerzo se limitaron
a mostrarse amables con ella,para inspirarle confianza y docilidad a sus
consejos.
Ya en la mesa, emprendieron la
conquista. Primero, una conversaciónsuperficial acerca del sacrificio. Se
citaron ejemplos: Judit y Holofernes;y, sin venir al caso, Lucrecia y Sextus. Cleopatra,
esclavizando con losplaceres de su lecho a todos los generales enemigos. Y
aparecióuna historia fantaseada por aquellos millonarios ignorantes, conforme
ala cual iban a Capua las matronas romanas para adormecer entre sus
brazosamorosos al fiero Aníbal, a sus lugartenientes y a sus falangesde
mercenarios. Citaron a todas las mujeres que han detenido a los
conquistadoresofreciendo sus encantos para dominarlos con un arma poderosa e
irresistible;que vencieron con sus caricias heroicas a monstruos repulsivos y
odiados;que sacrificaron su castidad a la venganza o a la sublime abnegación.
Discretamente, fue mencionada la inglesa
linajuda que se mandóinocular una horrible y contagiosa podredumbre para
transmitírselacon fingido amor a Bonaparte, quien se libró milagrosamente
graciasa una flojera repentina en la cita fatal.
Y todo se decía con delicadeza y
moderación, ofreciéndosede cuando en cuando el entusiástico elogio que
provocase la curiosidadheroica.
De todos aquellos rasgos ejemplares
pudiera deducirse que la misiónde la mujer en la tierra se reducía solamente a
sacrificar su cuerpo,abandonándolo de continuo entre la soldadesca lujuriosa.
Las dos monjitas no atendieron, y es
posible que ni se dieran cuentade lo que decían los otros, ensimismadas en más
íntimasreflexiones.
Bola de Sebo no despegaba los labios.
Dejáronla reflexionar todala tarde.
Cuando iban a sentarse a la mesa para
comer apareció Follenvie para repetir la frase de la víspera.
Bola de Sebo respondió ásperamente.
-Nunca me decidiré a eso.¡Nunca, nunca!
Durante la comida, los aliados tuvieron
poca suerte. Loiseau dijo tres impertinencias. Se devanaban los sesos para
descubrir nuevas heroicidades-y sin que saltase al paso ninguna-, cuando la
condesa, tal vez sin premeditarlo,sintiendo una irresistible comezón de rendir
a la Iglesia un homenaje,se dirigió a una de las monjas -la más respetable por
suedad- y le rogó que refiriese algunos actos heroicos de la historiade los
santos que habían cometido excesos criminales para humanosojos y apetecidos por
la Divina Piedad, que los juzgaba conforme a la intención,sabedora de que se
ofrecían a la gloria de Dios o a la salud y provechodel prójimo. Era un
argumento contundente. La condesa lo comprendió,y fuese por una tácita
condescendencia natural en todos los quevisten hábitos religiosos, o
sencillamente por una casualidad afortunada,lo cierto es que la monja
contribuyó al triunfo de los aliados conun formidable refuerzo. La habían
juzgado tímida, y se mostróarrogante, violenta, elocuente. No tropezaba en
incertidumbres causísticas, era su doctrina como una barra de acero; su fe no
vacilaba jamás,y no enturbiaba su conciencia ningún escrúpulo. Le
parecíasencillo el sacrificio de Abrahán; también ella hubiese matadoa su padre
y a su madre por obedecer un mandato divino; y, en su concepto,nada podía
desagradar al Señor cuando las intenciones eranlaudables. Aprovechando la
condesa tan favorable argumentación desu improvisada cómplice, la condujo a
parafrasear un edificanteaxioma, “el fin justifica los medios”, con esta
pregunta:
-¿Supone usted, hermana, que Dios acepta
cualquier camino y perdonasiempre, cuando la intención es honrada?
-¿Quién lo duda, señora? Un acto punible
puede,con frecuencia, ser meritorio por la intención que lo inspire.
Y continuaron así discurriendo acerca de
las decisiones recónditasque atribuían a Dios, porque lo suponían interesado en
sucesosque, a la verdad, no deben importarle mucho.
La conversación, así encarrilada por la
condesa, tomóun giro hábil y discreto. Cada frase de la monja
contribuíapoderosamente a vencer la resistencia de la cortesana. Luego,
apartándosedel asunto ya de sobra repetido, la monja hizo mención de
variasfundaciones de su Orden; habló de la superiora, de sí misma,de la hermana
San Sulpicio, su acompañante. Iban llamadas a El Havre para asistir a cientos
de soldados con viruela. Detalló las miseriasde tan cruel enfermedad,
lamentándose de que, mientras inútilmentelas retenía el capricho de un oficial
prusiano, algunos francesespodían morir en el hospital, faltos de auxilio. Su
especialidadfue siempre asistir al soldado; estuvo en Crimea, en Italia, en
Austria,y al referir azares de la guerra, se mostraba de pronto como una
hermanade la Caridad belicosa y entusiasta, sólo nacida para recoger heridosen
lo más recio del combate; una especie de sor María Rataplán,cuyo rostro
descarnado y descolorido era la imagen de las devastacionesde la guerra.
Cuando hubo terminado, el silencio de
todos afirmó la oportunidadde sus palabras.
Después de cenar se fue cada cual a su
alcoba, y al díasiguiente no se reunieron hasta la hora del almuerzo.
La condesa propuso, mientras almorzaban,
que debieran ir de paseo porla tarde. Y el conde, que llevaba del brazo a la
moza en aquella excursión,se quedó rezagado.
Todo estaba convenido.
En tono paternal, franco y un poquito
displicente, propio de un“hombreserio” que se dirige a un pobre ser, la llamó
niña, con dulzura,desde su elevada posición social y su honradez indiscutible,
y sinpreámbulos se metió de lleno en el asunto.
-¿Prefiere vernos aquí víctimas del
enemigo y expuestosa sus violencias, a las represalias que seguirían
indudablementea una derrota? ¿Lo prefiere usted a doblegarse a una…
liberalidadmuchas veces por usted consentida?
La moza callaba.
El conde insistía, razonable y atento,
sin dejar de ser “el señorconde”, muy galante con afabilidad, hasta con ternura
si la frase lo exigía.Exaltó la importancia del servicio y el “imborrable
agradecimiento”.Después comenzó a tutearla de pronto, alegremente:
-No seas tirana, permite al infeliz que
se vanaglorie de haber gozadoa una criatura como no debe haberla en su país.
La moza, sin despegar los labios, fue a
reunirse con el grupo de señoras.
Ya en casa se retiró a su cuarto, sin
comparecer ni a la horade la comida. La esperaban con inquietud. ¿Qué
decidiría?
Al presentarse Follenvie, dijo que la
señorita Isabel se hallabaindispuesta, que no la esperasen. Todos aguzaron el
oído. El condese acercó al posadero y le preguntó en voz baja:
-¿Ya está?
-Sí.
Por decoro no preguntó más; hizo una
mueca de satisfaccióndedicada a sus acompañantes, que respiraron satisfechos, y
se reflejóuna retozona sonrisa en los rostros.
Loiseau no pudo contenerse:
-¡Caramba! Convido champaña para
celebrarlo.
Y se le amargaron a la señora Loiseau
aquellas alegrías cuando apareció Follenvie con cuatro botellas.
Mostrándose a cual más comunicativo y
bullicioso, rebosabaen sus almas un goce fecundo. El conde advirtió que la
señora Carré-Lamadon era muy apetecible, y el industrial tuvo frases
insinuantespara la condesa. La conversación chisporroteaba, graciosa,
vivaracha,jovial.
De pronto, Loiseau, con los ojos muy
abiertos y los brazos en alto,aulló:
-¡Silencio!
Todos callaron estremecidos.
-¡Chist! -y arqueaba mucho las cejas
para imponer atención.
Al poco rato dijo con suma naturalidad.
-Tranquilícense. Todo va como una seda.
Pasado el susto, le rieron la gracia.
Luego repitió la broma:
-¡Chist!…
Y cada 15 minutos insistía. Como si
hablara con alguien del pisoalto, daba consejos de doble sentido, producto de
su ingenio de comisionista.Ponía de pronto la cara larga, y suspiraba al decir:
-¡Pobrecita!
O mascullaba una frase rabiosa:
-¡Prusiano asqueroso!
Cuando estaban distraídos, gritaban:
-¡No más! ¡No más!
Y como si reflexionase, añadía entre
dientes:
-¡Con tal que volvamos a verla y no la
haga morir, el miserable!
A pesar de ser aquellas bromas de gusto
deplorable, divertíana los que las toleraban y a nadie indignaron, porque la
indignación,como todo, es relativa y conforme al medio en que se produce. Y
allírespiraban un aire infestado por todo género de malicias impúdicas.
Al fin, hasta las damas hacían alusiones
ingeniosas y discretas.Se había bebido mucho, y los ojos encandilados
chisporroteaban.El conde, que hasta en sus abandonos conservaba su respetable
apariencia,tuvo una graciosa oportunidad, comparando su goce al que pueden
sentirlos exploradores polares, bloqueados por el hielo, cuando ven abrirse
uncamino hacia el Sur.
Loiseau, alborotado, levantose a
brindar.
-¡Por nuestro rescate!
En pie, aclamaban todos, y hasta las
monjitas, cediendo a la generalalegría, humedecían sus labios en aquel vino
espumoso queno habían probado jamás. Les pareció algo asícomo limonada gaseosa,
pero más fino.
Loiseau advertía:
-¡Qué lástima! Si hubiera un piano
podríamos bailarun rigodón.
Cornudet, que no había dicho ni media
palabra, hizo un gestodesapacible. Parecía sumergido en pensamientos graves, y
de cuando en cuando estirábase las barbas con violencia, como si
quisieraalargarlas más aún.
Hacia medianoche, al despedirse, Loiseau,
que se tambaleaba, le dioun manotazo en la barriga, tartamudeando:
-¿No está usted satisfecho? ¿No se le
ocurre decirnada?
Cornudet, erguido el rostro y encarado
con todos, como si quisiera retratarloscon una mirada terrible, respondió:
-Sí, por cierto. Se me ocurre decir a
ustedes que han fraguadouna canallada.
Se levantó y se fue repitiendo:
-¡Una canallada!
Era como un jarro de agua. Loiseau
quedose confundido; pero serepuso con rapidez, soltó la carcajada y exclamó:
-Están verdes, para usted… están verdes.
Como no le comprendían, explicó los
“misterios del pasillo”.Entonces rieron desaforadamente; parecían locos de
júbilo.El conde y el señor Carré-Lamadon lloraban de tanto reír.¡Qué historia!
¡Era increíble!
-Pero ¿está usted seguro?
-¡Tan seguro! Como que lo vi.
-¿Y ella se negaba…?
-Por la proximidad… vergonzosa del
prusiano.
-¿Es cierto?
-¡Ciertísimo! Pudiera jurarlo.
El conde se ahogaba de risa; el
industrial tuvo que sujetarse con lasmanos el vientre, para no estallar.
Loiseau insistía:
-Y ahora comprenderán ustedes que no le
divierta lo que pasaesta noche.
Reían sin fuerzas ya, fatigados,
aturdidos.
Acabó la tertulia. “Felices noches.”
La señora Loiseau, que tenía el carácter
como unaortiga, hizo notar a su marido, cuando se acostaban, que la señora Carré-Lamadon,
“la muy fantasmona”, rio de mala gana, porquepensando en lo de arriba se le
pusieron los dientes largos.
-El uniforme las vuelve locas. Francés o
prusiano, ¿quémás da? ¡Mientras haya galones! ¡Dios mío! ¡Esuna vergüenza como
está el mundo!
Y durante la noche resonaron
continuamente, a lo largo del oscuro pasillo,estremecimientos, rumores tenues
apenas perceptibles, roces de pies desnudos,alientos entrecortados y crujir de
faldas. Ninguno durmió, y pordebajo de todas las puertas asomaron, casi hasta
el amanecer, pálidosreflejos de las bujías.
El champaña suele producir tales
consecuencias, y, segúndicen, da un sueño intranquilo.
Por la mañana, un claro sol de invierno
hacía brillarla nieve deslumbradora.
La diligencia, ya enganchada, revivía
para proseguir el viaje,mientras las palomas de blanco plumaje y ojos rosados,
con las pupilasmuy negras, picoteaban el estiércol, erguidas y oscilantes
entrelas patas de los caballos.
El mayoral, con su chamarra de piel,
subido en el pescante, llenabasu pipa; los viajeros, ufanos, veían cómo les
empaquetabanlas provisiones para el resto del viaje.
Sólo faltaba Bola de Sebo, y al fin
compareció.
Se presentó algo inquieta y avergonzada;
cuando se detuvo parasaludar a sus compañeros, hubiérase dicho que ninguno
laveía, que ninguno reparaba en ella. El conde ofreció el brazoa su mujer para
alejarla de un contacto impuro.
La moza quedó aturdida; pero sacando
fuerzas de flaqueza, dirigióa la esposa del industrial un saludo humildemente
pronunciado. La otrase limitó a una leve inclinación de cabeza,
imperceptiblecasi, a la que siguió una mirada muy altiva, como de virtud quese
rebela para rechazar una humillación que no perdona. Todos parecíanviolentados
y despreciativos a la vez, como si la moza llevara una infecciónpurulenta que
pudiera comunicárseles.
Fueron acomodándose ya en la diligencia,
y la moza entródespués de todos para ocupar su asiento.
Como si no la conocieran. Pero la señora
Loiseau la miraba de reojo, sobresaltada, y dijo a su marido:
-Menos mal que no estoy a su lado.
El coche arrancó. Proseguían el viaje.
Al principio nadie hablaba. Bola de Sebo
no se atrevió a levantarlos ojos. Sentíase a la vez indignada contra sus
compañeros,arrepentida por haber cedido a sus peticiones y manchada por las
cariciasdel prusiano, a cuyos brazos la empujaron todos hipócritamente.
Pronto la condesa, dirigiéndose a la
señora Carré-Lamdon, puso fin al silencio angustioso:
-¿Conoce usted a la señora de Etrelles?
-¡Vaya! Es amiga mía.
-¡Qué mujer tan agradable!
-Sí; es encantadora, excepcional. Todo
lo hace bien: toca elpiano, canta, dibuja, pinta… Una maravilla.
El industrial hablaba con el conde, y
confundidas con el estrepitosocrujir de cristales, hierros y maderas, oíanse
algunas de sus palabras:”…Cupón… Vencimiento… Prima… Plazo…”
Loiseau, que había escamoteado los
naipes de la posada, engrasadospor tres años de servicio sobre mesas nada
limpias, comenzó a jugar al bésique con su mujer.
Las monjitas, agarradas al grueso
rosario pendiente de su cintura, hicieronla señal de la cruz, y de pronto sus
labios, cada vez máspresurosos, en un suave murmullo, parecían haberse lanzado
a unacarrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita, se
persignabande nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y rápido.
Cornudet, inmóvil, reflexionaba.
Después de tres horas de camino,
Loiseau, recogiendo las cartas, dijo:
-Hace hambre.
Y su mujer alcanzó un paquete atado con
un bramante, del cualsacó un trozo de carne asada. Lo partió en rebanadas
finas,con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer tranquilamente.
-Un ejemplo digno de ser imitado
-advirtió la condesa.
Y comenzó a desenvolver las provisiones
preparadas para los dosmatrimonios. Venían metidas en un cacharro de los que
tienen parapomo en la tapadera una cabeza de liebre, indicando su contenido: un
suculentopastelón de liebre, cuya carne sabrosa, hecha picadillo, estabacruzada
por collares de fina manteca y otras agradables añadiduras.Un buen pedazo de
queso, liado en un papel de periódico, lucíala palabra “Sucesos” en una de sus
caras.
Las monjitas comieron una longaniza que
olía mucho a especias y Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillos de
su gabán,sacó de uno de ellos cuatro huevos duros y del otro un panecillo.Mondó
uno de los huevos, dejando caer en el suelo el cascaróny partículas de yema
sobre sus barbas.
Bola de Sebo, en la turbación de su
triste despertar, no habíadispuesto ni pedido merienda, y exasperada, iracunda,
veía cómosus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispóun arranque
tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobreaquellas gentes un
chorro de injurias que le venían a los labios;pero tanto era su desconsuelo,
que su congoja no le permitió hablar.
Ninguno la miró ni se preocupó de su
presencia; sentíasela infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que
la obligóa sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservibley
asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisionesdevoradas
por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propiagelatina, los pasteles
y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Perosus furores cedieron de
pronto, como una cuerda tirante que se rompe, ysintió pujos de llanto. Hizo
esfuerzos terribles para vencerse; irguióse, tragó sus lágrimas como los niños,pero
asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra,cayeron
lentamente, como las gotas de agua que se filtran a travésde una piedra; y
rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando atodos resuelta y
valiente, pálido y rígido el rostro, semantuvo erguida, con la esperanza de que
no la vieran llorar.
Pero advertida la condesa, hizo al conde
una señal. Se encogióde hombros el caballero, como si quisiera decir: “No es
mía la culpa”.
La señora Loiseau, con una sonrisita
maliciosa y triunfante,susurró:
-Se avergüenza y llora.
Las monjitas reanudaron su rezo después
de envolver en papelel sobrante de longaniza.
Y entonces Cornudet -que digería los
cuatro huevos duros- estirósus largas piernas bajo el asiento delantero,
reclinose, cruzó los brazos, y sonriente, como un hombre que acierta con una
broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.
En todos los rostros pudo advertirse que
no era el himno revolucionariodel gusto de los viajeros. Nerviosos,
desconcertados, intranquilos, removíanse, manoteaban; ya solamente les faltó
aullar como los perros al oírun organillo.
Y el demócrata, en vez de callarse,
amenizó el bromazoañadiendo a la música su letra:
Patrio
amor que a los hombres encanta,
conduce nuestros brazos vengadores;
libertada, libertad sacrosanta,
combate por tus fieles defensores.
Avanzaba mucho la diligencia sobre la
nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje,
sobre los baches del camino,bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la
oscuridad lóbregadel coche, proseguía con una obstinación rabiosa el
canturreovengativo y monótono, obligando a sus irascibles oyentes a rimarsus
crispaciones con la medida y los compases del odioso cántico.
Y la moza lloraba sin cesar; a veces un
sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del himno entre las
tinieblas de la noche.
FIN
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