CENTENARIOS: Ramón de Campoamor, el filósofo poeta, por Ancrugon
Ramón de Campoamor
nació en la población asturiana de Navia, el 24 de septiembre de 1817, por lo
que ahora se conmemora su segundo centenario. Hijo de un labrador adinerado, fallecido
cuando Ramón contaba tan solo ocho años de edad, fue criado y educado por su
madre, de familia noble, dentro de un ambiente acomodado y de cultura refinada.
En plena adolescencia, con
quince años, fue enviado a Santiago de Compostela donde cursó estudios de
Filosofía, ingresando, a los dieciocho, por un arrebato místico que le duró
poco, en la Compañía de Jesús, marchándose, posteriormente, a Madrid para formarse
en Lógica y Matemáticas en el desaparecido convento de Santo Tomás. Un tiempo
después se sintió atraído por la medicina y se matriculó en el Colegio de San
Carlos con la intención de llegar a ser médico, aunque esto tampoco le duró
demasiado, pues en vistas de su afición a la lectura, ya que se pasaba largas
horas en la biblioteca, y la escritura, frecuentando varias tertulias
literarias donde le alababan sus primeras creaciones, y aconsejado por algunos
de sus profesores, volvió a dar otro cambio al rumbo de su vida dedicándose al
periodismo y la literatura, algo que mantuvo hasta el fin de sus días.
Bajo la tutela de
Espronceda, se dedicó a escribir poemas y a colaborar en diversas
publicaciones, llegando a ser redactor de Las
Musas, El Correo Nacional o El
Español, dirigiendo, más tarde, El
Estado. Sin embargo, sus primeros poemas aparecieron en el periódico de
Literatura y Bellas Artes, No me olvides,
a lo largo de 1827. Acudía asiduamente al Liceo Artístico Literario
madrileño, donde entablo conocimientos con Zorrilla, Espronceda, Pastor Díaz o
Luis José Sartorius, entre otros. Su acceso a la política, en las filas del
Partido Moderado, fue gracias a una composición suya titulada: “A la Reina Gobernadora, restauradora de las
libertades patrias”.
Con el teatro no tuvo
demasiada suerte, pues algunas de sus obras nunca se llegaron a estrenar,
también lo probó con la narrativa, el ensayo, la crónica parlamentaria o la
teoría literaria, pero la fama le llegó de manos de la poesía: En 1840 apareció
Poesías, que más tarde se daría a
llamar Ternezas y flores, al que le
siguieron las Fábulas originales (1842),
sin embargo fue en el año 1846 cuando alcanzaría la fama por sus Doloras, de las que se harían muchas
ediciones a lo largo de su vida, y el ensayo Historia crítica de las Corte reformadoras, editado un año antes.
Su carrera política
también estuvo jalonada de bastantes éxitos pues, como político conservador y
monárquico, desempeñó diversos e importantes cargos hasta la Revolución de
1868: diputado por Asturias, auxiliar del Consejo Real, Gobernador Civil de las
provincias de Castellón, Alicante, donde contraería matrimonio con Guillermina
O’Gorman, y Valencia, oficial del Ministerio de Hacienda y diputado del
Congreso, destacando en sus cargos por la labor social que desempeñó: reformas
en la beneficencia pública, escolarización de los niños, libertad de imprenta…
En 1861 fue elegido miembro de la Real Academia Española de la Lengua.
Otra faceta exitosa de
su vida fue la de filósofo, sobre todo con el libro de 1865, Lo absoluto, el cual tuvo mucha
influencia en los medios universitarios y que se está reeditando todavía en la
actualidad.
Tras la revolución de
1968, Ramón y su familia se establecieron en su finca de Pilar de la Horadada,
en Alicante, dedicándose de nuevo a su quehacer literario, sacando a la luz el
poema extenso El drama universal y
una serie de poemas breves que le volvieron a encumbrar a la fama, lo que
aprovechó para probar de nuevo, esta vez con mejor suerte, en el teatro con
obras como: El palacio de la verdad
(1871) o Cuerdos y locos (1873),
obras que él mismo calificó de “doloras
dramáticas”.
Con la Restauración monárquica
regresó a la política de manos de Cánovas, ocupando los cargos de director
general de Beneficiencia y Sanidad y diputado y senador. Por esta época también
escribió o publicó varios libros de teoría literaria, volviendo a componer otro
poema simbólico, El licenciado Torralba,
y su famosa polémica con Juan Valera sobre la desaparición de la forma poética:
La metafísica y la poesía.
Ramón de Campoamor
murió en Madrid el 12 de febrero de 1901, a la edad de ochenta y cuatro años.
Sobre su obra se ha escrito
mucho y de todos los sentidos, pues mientras unos lo ensalzaban, otros, los
nuevos simbolistas o intimistas, lo denigraban, pero nadie podía negar que
había llegado a ser un poeta de mucho prestigio en su momento, cuando sus
versos razonados, sentimentales y sencillos aparecían en los libros de texto y
los niños los aprendían de memoria en las clases de literatura. En realidad, su
quehacer poético se basaba en un estilo cercano a la cotidianeidad, a lo común,
huyendo de lo artificial y grandilocuente, con rimas musicales que hoy nos
parecen ripios, pero que, en ocasiones, nos sorprenden por su originalidad y
siempre preocupado por su contenido porque, en el fondo, Ramón de Campoamor era
un filósofo metido a poeta.
Para concluir, leamos
algunas doloras, breve composición poética de espíritu dramático, que encierra una
reflexión, según nos indica el Diccionario de la Real Academia.
Cosas
de la edad
I
«Sé que corriendo, Lucía,
tras criminales antojos,
has escrito el otro día
una carta que decía:
-Al espejo de mis ojos-
»Y aunque mis gustos añejos
marchiten tus ilusiones,
te han de hacer ver mis consejos,
que contra tales espejos
se rompen los corazones.
»¡Ay! ¡No rindiera, en verdad,
el corazón lastimado
a dura cautividad,
si yo volviera a tu edad,
y lo pasado, pasado!
»Por tus locas vanidades,
¡que son, oh niña, no miras
más amargas las verdades,
cuanto allá en las mocedades
son más dulces las mentiras!
»¡Y qué es la tez seductora
con que el semblante se aliña,
luz que la edad descolora!
Mas ¿no me escuchas, traidora?
(¡Pero, señor, «si es tan niña!...)»
II
«Conozco, abuela, en lo helado
de vuestra estéril razón,
que en el tiempo que ha pasado,
o habéis perdido o gastado
las llaves del corazón.
»Si amor con fuerzas extrañas
a un tiempo mata y consuela,
justo es detestar sus sañas;
mas no amar, teniendo entrañas,
eso es imposible, abuela.
»¿Nunca soléis maldecir
con desesperado empeño
al sol que empieza a lucir,
cuando os viene a interrumpir
la felicidad de un sueño?
»¿Jamás en vuestros desvelos
cerráis los ojos con calma
para ver solas, sin celos,
imágenes de los cielos
allá en el fondo del alma?
»¿Y nunca veis, en mal hora,
miradas que la pasión
lance tan desgarradora,
que os hagan llevar, señora,
las manos al corazón?
»¿Y no adoráis las ficciones
que, pasando, al alma deja
cierta ilusión de ilusiones?...
mas ¿no escucháis mis razones?
(¡Pero, señor, «si es tan vieja!...)»-
III
- No entiendo tu amor, Lucía.
- Ni yo vuestros desengaños.
- Y es porque la suerte impía
puso entre tu alma y la mía
el yerto mar de los años.
Mas la vejez destructora
pronto templará tu afán.
- Mas siempre entonces, señora,
buenos recuerdos serán
las buenas dichas de ahora.
- ¡Triste es el placer gozado!
- Más triste es el no sentido;
pues yo decir he escuchado
que siempre el gusto pasado
suele deleitar perdido.
- Oye a quien bien te aconseja.
- Inútil es, vuestra riña.
- Siento tu mal.- No me aqueja.
- (¡Pero, señor, «si es tan niña!...)»
- (¡Pero, señor, «si es tan vieja!...)»
No
hay dicha en la tierra
De niño, en el vano aliño
de la juventud soñando,
pasé la niñez llorando,
con todo el pesar de un niño.
Si empieza el hombre penando
cuando ni un mal la desvela,
“¡Ah!
la dicha que el hombre anhela,
¿dónde está?”
La joven, falto de calma,
busco el placer de la vida,
y cada ilusión perdida
me arranca, el partir, el alma.
Si en la estación más florida
no hay mal que al alma no duela.
“¡Ah!
la dicha que el hombre anhela,
¿dónde está?”
La paz con ansia importuna
busco en la vejez inerte,
y buscaré en mal tan fuerte
junto al sepulcro la cuna.
Temo a la muerte, y la muerte
todos los males consuela.
“¡Ah!
la dicha que el hombre anhela,
¿dónde está?”
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