MUJERES: Virginia (Parte 1), por Ana Bosch López.



Ni siquiera sabría describir como estoy ahora mismo. Dolida, eso es innegable, pero hay algo más. Algo más profundo que, aunque suene a frase de libro, no sabría explicar con palabras. Hay otros sentimientos que me resultan familiares; la rabia, la impotencia, la tristeza (que, a pesar de ya formar parte de mí, hoy la noto más fuerte que otras veces), y por supuesto, la necesidad de quitar todo esto de mi cabeza. Siento verdadera desesperación por arrancarme cada uno de los pensamientos que ahora abordan todas mis entrañas y tirarlos, no al mar, que siempre vuelven, sino más allá, tan lejos que el solo recuerdo de que algún día existieron sea inalcanzable. Hoy he maldecido todo lo que se podía maldecir, he blasfemado hasta que se me ha secado la garganta de tanto gritar y destrozado cada uno de los rincones de mi mente. Eso sí, sin una lágrima. Porque yo sólo lloro en casos especiales y por supuesto, he decidido que tú de especial, no tienes nada.


En realidad, no sé en qué punto llegué a pensar lo contrario. Y ahí, no me queda más que aplaudirte; jugaste bien tus cartas y lograste hacerme dudar hasta de mí misma. Aunque bueno, eso no es realmente difícil teniendo en cuenta que, aunque me empeñe en negarlo, soy una persona que se deja convencer con cierta facilidad. Y eso, gracias a ti, me parece ahora una cualidad tormentosa. Tu aparente seguridad se apoderó de todo cuanto tenía, de todo lo que había aprendido, de todo lo que era. Y todo sin que me diera cuenta. Lo hiciste de una manera tan sutil, tan tuya, que solo pude dejarme llevar, no había otra opción. Y yo tampoco la buscaba, sólo me dejaba llevar por tus pensamientos y simplemente los adornaba a mi gusto, aunque por supuesto, sin decirte nada.

Lo cierto es que nunca me llamaste la atención a primera vista. Me pareciste simple y, porque no decirlo, demasiado poco para mí. Recuerdo el primer día que nos cruzamos; ¡cómo olvidar aquel desastre! La verdad es que, nada más llegar, me di cuenta que me iba a costar encajar allí. Había demasiada formalidad, demasiada organización para mi espíritu desordenado. Desde niña, mis padres me habían obligado a llenar mi alma de naranja y amarilla vitalidad, con una pizca de verde esperanza y en un cielo azul y blanco lleno de tranquilidad, pero no sé en qué momento cambiaron de opinión y obligarme a trabajar en un mundo de negros y grises nublados. Creo que, en algún punto de su vida, quizá cuando decidieron que ya eran maduros, perdieron la esperanza en la humanidad y se rindieron a los pies de este agujero negro que nos lleva al fin más absoluto. Me convencieron que la única forma de cambiar el mundo era desde dentro, que aliándome con aquellos que me rodeaban, mi grito se haría tan fuerte que conseguiría romper el cristal que nos atrapa. Y yo, por supuesto, me dejé convencer una vez más. Dejé mi trabajo en la organización medioambiental y entré a trabajar en tu monstruosa empresa multinacional. Perdí toda personalidad para convertirme en un simple número de expediente, una simple hormiga obrera en uno de los hormigueros más grandes de la ciudad.


Así que allí estaba, mi arcoíris interno y yo intentábamos abrirnos camino en la noche. Pregunté a unos cuantos dónde encontrarte, pero ninguno supo decirme, así que, después de una hora dando vueltas por todo el edificio, me senté en uno de los bancos de una de tantas salas de espera. Justo entonces sonó mi teléfono; eras tú. Qué curioso que nuestra historia empieza y acaba con una llamada perdida tuya; la primera era para buscarme y darme la bienvenida, la última, para buscarme y decirme adiós. Cogí esa primera llamada con temor, (a fin de cuentas, llegaba una hora tarde y para mí, la puntualidad es algo imprescindible). Pero, para mi sorpresa, a ti parece que ni te importó. Con una voz dulce, amable, pero un tanto rígida, me pediste, por favor, que me diera la vuelta. Lo hice y allí, al otro lado de la ventana de tu despacho, estabas tú mirándome fijamente con una expresiva sonrisa. Me quedé petrificada; no me había dado cuenta que estaba sentada justamente en tu sala de espera. Sentí cómo las piernas me temblaban sin sentido y el teléfono se me resbaló de las manos, pero no podía cogerlo. Estaba muerta de terror observando tu mirada fija en mí y mi mente se bloqueó. No sólo llegaba una hora tarde el primer día de trabajo, sino que, además, estaba justo sentada en la sala de espera del despacho del jefe cual trabajadora incompetente. Cuando recuperé el conocimiento de la situación y decidí que lo mejor, para empezar, era recuperar mi teléfono, tú ya te habías dado la vuelta. Después de unos segundos más de reposo, suspiré hondo y me levanté para entrar donde tú estabas.

Toqué a la puerta aún nerviosa, pero ya estaba abierta, esperándome, como invitándome a entrar y mi mano, aún temblorosa, empujó el pomo. Dentro hacía calor, un calor oscuro, como si viniera desde algún lugar muy profundo y muy lejos de aquí, desde las entrañas de algún ser oscuro y despiadado. Debí darme cuenta entonces y salir corriendo, pero, al mismo tiempo, no era capaz de escapar.

Me disculpé de todas las formas que pude, pero a cada cual era más ridícula que la anterior y ni siquiera fui capaz de mirarte a la cara. Me dejaste hablar, todo lo que quise y luego, silencio. Un incómodo y tenso silencio en el que sentí cómo el calor de tu despacho se hacía más fuerte y penetraba en mi cabeza, como leyendo cada uno de mis pensamientos.

Entonces te diste la vuelta, sonriendo. Con tu pequeña y expresiva sonrisa, conseguiste que me calmara y pensara que no había hecho tanto el ridículo. Y te creí. Hasta me pareció ver una tímida sonrisa en mi rostro.

Me invitaste a acomodarme y eso hice. Hablaste de mil cosas, pero no recuerdo ninguna. Sólo sé que me sentía tan avergonzada que mi cabeza no era capaz de pensar en otra cosa que en el ridículo más absoluto realizado por mí hacía sólo un momento. No podía dejar de pensar qué terrible juicio estaría acechando tu mirada al clavarme los ojos después de cada pausa en tu discurso.

Tu sonrisa me acompañó a mi despacho. Un lugar totalmente virgen, esperando que yo lo hiciese mío. Ese iba a ser mi rincón, mi lugar secreto, mi hogar. Y por primera vez, sentí esperanza.

Los primeros días fueron difíciles, pero con el tiempo encontré pequeñas hormigas obreras tan simples como yo y mi alma empezó a acomodarse en ese lugar. Mi sueldo era una miseria, pero me permitía darme pequeños caprichos y, por supuesto, desear todo lo que no podía tener. Tú y yo no nos veíamos prácticamente nada y nunca entrabas a saludar cada vez que pasabas por delante de mi despacho y yo ni siquiera recordaba que estabas ahí. Sólo nos veíamos en las reuniones y alguna comida ocasional en grupo y ahí aparecías con la mejor de tus sonrisas, me llamabas por mi nombre y me preguntabas detenidamente por mí y por mi trabajo.

Mis compañeros hablaban de ti y de ahí supe lo de tu mujer estéril, y de tu discreción a la hora de quedar con otras mujeres a escondidas de ella. Era un secreto a voces que todos te permitían. Yo reía por lo bajo de todo aquello y no dejaba de sentir algo de lástima por aquellas tontas que permitías caer en tus brazos, aunque, al mismo tiempo, sentía curiosidad por conocer qué parte de tu carisma producía esa atracción, así que me dediqué a observarte en ciertas ocasiones. No era una parte de tu carisma lo que las atraía, era tu yo completo. Aunque para mí nunca has sido demasiado atractivo, es cierto que la percepción de alguien puede cambiar después de haberla conocido mejor y tu conseguías eso en una sola conversación. Lejos de cualquier miedo o inseguridad, te mostrabas transparente, sin vergüenza y sin un aparente interés en nada más que una agradable conversación. Mostrabas tu sonrisa imperfecta sin pudor y clavabas tu mirada en los ojos de la otra persona. Me daba la impresión que cada gesto tuyo era naturalmente estudiado y que lo habías hecho tantas veces que ya formaba parte de ti.

Tonta de mí, yo fardaba conmigo misma pensando que te tenía calado, que nada de lo que pudieses hacer o decir iba a cambiarme esa concepción de gentleman que te había formado. Y por supuesto, nada más lejos de la realidad.

¿Quieres saber cuándo empezó a cambiar aquello? Tú no te acordarás, por supuesto, pero yo, después de darle mil vueltas en mi cabeza, tengo grabado a fuego en mi memoria que ahí fue donde mis entrañas decidieron caprichosamente revolverse contigo.

Como sabrás, todos los años, Recursos Humanos organiza la semana cultural de la empresa; hay conciertos, talleres y eventos varios para todos. El primer día hubo un concierto de música clásica, aunque yo no recuerdo ni el nombre del cuarteto de cuerda ni las piezas que interpretaron, lo único que sé es que llegaba tarde.


Subí las escaleras del auditorio todo lo rápido que pude y entré sigilosamente. Encontré una silla vacía en una de las primeras filas y me senté. Entonces escuché tu voz en un susurro “Hola Virginia” y me giré bruscamente. Allí estabas tú, a mi lado, con una media sonrisa disimulada y tus ojos mirándome fijamente. No supe descifrar qué significaba; ¿te había molestado que llegara tarde?, ¿te hacía gracia que hubiese venido corriendo y ahora estuviese empapada en sudor y jadeando, sentada a tu lado? O simplemente no significaba nada, pero, aun así, me sonrojé y miré al suelo para contestarte. Intenté que no se me comiera la vergüenza y fijé toda mi mirada y mi concentración en el cuarteto. Pero eso sólo duró unos minutos. Enseguida me di cuenta de algo. Volví la vista hacia el respaldo del asiento y ahí estaba el “Reservado” que estaba temiendo. No era un sitio para mí. Sentí otra vez una vergüenza tremenda y no supe que hacer. Miré hacia atrás para encontrar los asientos de empleados y alguna cara conocida y creo que tanto movimiento en mi asiento despertó tu atención. Mi cara de terror debió hacerte gracia porque ahora sonreías, y parecías sincero.

- Qué te pasa?

- ¡Lo siento! ¡Creo que me he equivocado de asiento!, ¡es un reservado!, ¡lo siento! He venido tan rápido que no me he dado...

- Tranquila, puedes quedarte. No había nadie ahí sentado.

- Ya, pero no es para mí... yo debería...

- Tú estás bien ahí, no te preocupes.

No supe que responderte. Solo esbocé una rápida sonrisa mientras volvía a mirar al suelo. Notaba aún tus ojos puestos en mí, pero no quería volverme. Me daba miedo encontrarme con tu imperativo rostro.

Intenté de nuevo concentrarme en la música y dejarme llevar por aquel ambiente tan sobrio, pero estaba nerviosa, aunque no sabía muy bien por qué. Odio las situaciones espontáneas que escapan de mi control, odio los espacios donde no estoy acostumbrada a estar, y odio no estar rodeada de iguales y creo que todos esos casos se habían concentrado en ese momento. Estaba incómoda sabiendo que no era mi lugar y estaba inquieta a tu lado. Pensaba que alguno de mis compañeros podía estar mirando y pensando a saber qué, pero nada bueno. Yo, al lado del jefe, con la gente de la élite de la empresa... ¿por qué? Si fuese yo quién viese a una simple empleada allí pensaría miles de cosas, pero ninguna buena; puede que sea la amante de algún jefe que no ha traído hoy acompañante, puede que haya entrado tarde a propósito y se haya sentado allí sólo por aparentar, y un millón de cosas más que sólo traen consigo adjetivos despectivos hacia mí.

Y lo peor de todo es que no podía quitarme esos pensamientos de la cabeza para adaptarme y sólo deseaba que pasara ese bochornoso momento para irme a casa, darme una ducha caliente y meterme en la cama a desesperarme por una situación por la que nadie más que yo haría una montaña de un grano de arena.

- Son buenos ¿eh?

Di un respingo. Estaba tan absorta dándome latigazos mentales que ya ni siquiera recordaba que estuvieras ahí. Volví la vista hacia ti y me encontré, una vez más con tu mirada fija e indescifrable que repelió mis ojos y los llevó al suelo otra vez.

- Sí, cre...creo que sí.

Esperé unos segundos después de mi estúpida respuesta, pero, como vi que no contestabas, levanté la vista donde estaban tus ojos esperando los míos de nuevo, pero por primera vez no bajé la mirada, sino que la mantuve intentando mostrarme al menos, un poco menos tonta de lo que me sentía y unos eternos instantes después me contestaste:

- Yo también creo que sí.

Sonreí porque no sabía qué decir, aunque no te aparté la vista y me devolviste la mirada. Entonces, como si nada, volviste a mirar hacia los músicos. Yo también lo hice, ahora un poco más tranquila que al principio, como si tu conversación hubiese sido un calmante a mi ansiedad creciente. Seguía preocupada, por supuesto, pero me permití el lujo de disfrutar de por lo menos, la última pieza del concierto que olvidé en cuanto terminaron.

Todo el mundo aplaudió con fuerza, incluida yo, y me levanté corriendo para salir cuanto antes. Quería volver a mezclarme con mis compañeros y pasar totalmente desapercibida antes que cualquiera me viese, y lo conseguí. Fui corriendo al baño estratégicamente y allí me encontré con Sofía e Irene

- ¿Dónde estabas? ¡No te hemos visto y te habíamos guardado sitio!

- He llegado tarde, así que me he sentado donde he podido.

- ¡Oh, vaya... qué lástima! Nos podríamos haber aburrido juntas.

Después de una larga conversación sobre nada y unos planes frustrados de salir a tomar una cerveza, salimos del baño y nos despedimos. Yo caminé hacia mi casa, esta vez más tranquila. No tenía prisa por llegar ya que nadie me esperaba, así que decidí hacer el camino un poco más largo y decidí darme un paseo por el lago. Me gustaba ir cuando empezaba a anochecer y quedarme viendo los patos jugar y deslizarse por el agua hasta que el cielo se quedaba oscuro y las luces de las farolas se reflejaban en el agua. Me relajaba y era una de las pocas cosas que me hacía no pensar, algo que necesitaba más a menudo de lo que querría.

Rodeé un poco el lago con la mirada fija en las pequeñas olas del agua cuando escuché a alguien decir mi nombre. Giré la vista y allí estabas. Eras tú. Parado a la misma altura que yo y me pregunté cuánto tiempo habrías estado allí. Te acercaste animoso.

- Oye, te has ido muy rápido, no te has despedido siquiera.

- Eh... sí, es verdad, ¡lo siento! Es que... había quedado para ir a ver el concierto, pero como he llegado tarde pues me he ido a buscar al resto que me estarían esperando...

- ¡Ah claro! Entiendo. Seguro que se estaban preguntando donde estarías. Has hecho bien en salir a buscarlos.

- Si...

- ¿Y los has encontrado?

- Eh... ¡sí, claro! Les he explicado que he llegado tarde y eso…

- Ah muy bien. Me alegro que lo hayas hecho. Yo en cambio, creo que he llegado demasiado pronto, cuando he llegado, no había casi nadie y he estado esperando a que viniera alguien por lo menos veinte minutos. He sido demasiado puntual...

No hace falta que siga la conversación. Aunque yo me he encargado de recordar al dedillo cada palabra, tú habrás olvidado hasta que fue conmigo con quien hablaste durante tres horas en aquel lago. Allí, los dos de pie, uno frente al otro, mientras nos caía la noche.

Hablamos de muchas cosas. De cosas importantes, como la familia o los amigos, de cosas estúpidas como el dinero o el tiempo, de cosas personales como los principios o el orgullo y entrevimos alguna que otra cosa privada.

Mi mirada, que ya había encontrado del suelo un hogar, fue progresivamente levantándose hacia ti. Aquellos ojos profundos me dieron menos miedo cada vez e incluso intenté descifrarlos en algunos momentos y creí conseguirlo en alguna ocasión.

No había pausas en la conversación, no había momentos incómodos. Incluso los silencios eran solo una respiración para lo que venía después. Dejé de preguntarme qué estarías pensando de mí para pasar directamente sobre ti. Te escuchaba con toda mi atención y tú parecías hacer lo mismo. Me fijé en tus gestos, en el tono de tu voz. Todo era suave, incluso tierno. Hablabas bien y mucho. Te mantenías firme en tus pensamientos, pero estabas dispuesto a escuchar los míos. Y dentro de tu pose segura que ya conocía comencé a ver un atisbo de timidez que me llamó enormemente la atención. Te noté nervioso en algún momento e incluso me pareció que te tembló la voz alguna vez. Y por supuesto, esa mirada fija en todo momento que me envolvía y me desconcertaba al mismo tiempo, estudiándome y diciéndome todas esas cosas de las que no podías hablar.

Llegué agotada a mi casa y me metí directamente en la cama. Sonreí antes de dormirme mientras mi cabeza pensaba para mis adentros: “madre mía, mi jefe es realmente un personaje”. El problema es que mis entrañas comenzaron a pensar otra cosa. Aunque yo aún no lo sabía.

Visitas recibidas por esta página hasta el 3 de julio 2021:
1.615

Comentarios

Entradas populares de este blog

NUESTRAS PUBLICACIONES: Carpe Diem, de Antonio Cruzans Gonzalvo, Ancrugon

EL ARPA DORMIDA: Miguel Hernández: “El hombre acecha”, por Ancrugon.

Wordsmithing / Palabreando: Season’s Greetings! Happy holidays! Merry Christmas!, por Clare Treleaven.