CENTENARIOS: Augusto Roa Bastos, el patriota desterrado, por Ancrugon.
“Desde que era niño sentí la necesidad de oponerme al poder, al bárbaro castigo por cosas sin importancia, cuyas razones nunca se manifiestan”.
Augusto Roa Bastos
El 13 de junio se ha
cumplido el primer siglo del nacimiento, en Asunción, la capital de Paraguay,
del más destacado escritor de ese país y uno de los más importantes de la
literatura latinoamericana y, por la tanto, mundial, Augusto Roa Bastos, un
hombre que retrató con rigory valentía la realidad más estricta de la historia
de su tierra, pero en la distancia, en el exilio forzado por la persecución a
que fue sometido bajo el gobierno de Higinio Morinigo Martínez, uno de tantos
dictadorcillos narcisistas y egocéntricos que han campado por la superficie de
este globo perdido en el universo. ¿Su crimen?: pensar diferente, ¿hace falta
algo más?... Aunque, se dice que el culpable de su captura fue Juan Natalicio
González, futuro presidente del país, quien no le perdonaría sus opiniones
sobre sus escritos y sus pretensiones literarias.
Al poco de nacer, su
familia se traslada a la ciudad sureña de Iturbe, en el departamento de Guairá,
donde viviría sus primeros años y aprendería las dos lenguas oficiales del
Estado: el castellano y el guaraní, siendo educado, al igual que sus hermanos,
directamente por su padre, Lucio Roa, empleado de un ingenio azucarero, sin
embargo, fue su madre, Lucía Bastos, la que le acercó al gusto por la
literatura. Cuando cumplió los ocho años, fue enviado con su tío Hermenegildo
Roa, el obispo de Asunción, para que se encargase de su educación, de quien él
mismo dijo: “Tenía libros que estaban
prohibidos, especialmente para un niño de mi edad: entre ellos Rousseau y
Voltaire. Me decía que los leyera con mucho cuidado, pero por lo menos me
dejaba hacerlo, porque era un hombre razonable e inteligente”. Unos años
más tarde, todavía siendo un estudiante, estallaría la Guerra del Chaco entre
Paraguay y Bolivia, y Roa fue enrolado como auxiliar de enfermería.
Con la intención de
recolectar dinero para los soldados, escribió, a los trece años y en
colaboración con su madre, su primera pieza teatral, La carcajada, que fueron representando por diversos lugares, pero
solo dos años más tarde ya daría a luz su primer relato, Lucha hasta el alba, aunque no sería editado hasta 1979. Tras la
guerra desarrolló diferentes trabajos hasta llegar a ser periodista de El País (que no tiene nada que ver con
el que conocemos en España), donde se irían formando sus opiniones políticas
siempre al lado de los oprimidos, sobre todo durante la guerra civil que
desangró Paraguay entre marzo y agosto de 1947, en la que se enfrentaron el
Partido Colorado (de tendencia conservadora y nacionalista), apoyado por
Estados Unidos y Argentina, contra la CRF (los Franquistas, por ser seguidores
de Rafael Franco, de tendencia social demócrata9, el Partido Liberal Radical y
el Partido Comunista Paraguayo. El mismo año en que contrajo matrimonio con
Lidia Mascheroni, con quien tendría tres hijos, publicó su primer poemario, El ruiseñor de la aurora y otros poemas,
del que no estaría muy orgulloso en épocas posteriores. Entraría a formar parte
del grupo más vanguardista y renovador del momento artístico de Paraguay,
“Vy’aRaity”, cuyo nombre en guaraní quiere decir “El nido de la alegría”, junto con la escritora brasileño-paraguaya
Josefina Pla y el poeta paraguayo Hérib Campos Cervera. Así mismo, hacia el
final de la Segunda Guerra Mundial, estuvo un año en Europa, como corresponsal
de guerra de El Paísinvitado por el British Council.
En 1990 escribió la adaptación
teatral de Hijo de hombre, en 1992 la
novela Vigilia del Almirante, en 1993
El fiscal, en 1994 Contravida y en 1995 Madama Sui, todas ellas en Francia. A su
vuelta a América publicó, en Buenos Aires, su Poesía completa, y en Asunción, sus Cuentos completos.
El 26 de abril de 2005,
moriría en Asunción a causa de un paro cardiaco. Dos años antes había recibido,
de manos de Fidel Castro, la Medalla José Martí en reconocimiento de su obra,
mucha de la cual se perdió entre los constantes cambios de domicilio en su
azarosa vida.
Para terminar, aquí os
dejo un fragmento de Yo el Supremo:
“Tengo
pocos amigos. A decir verdad, nunca está abierto mi corazón al amigo presente
sino al ausente. Abrazamos a los que fueron y a los que todavía no son, no
menos que a los ausentes. Uno de ellos, el general Manuel Belgrano. Hay noches
en que viene a hacerme compañía. Llega ahora libre de cuidados, de recuerdos.
Entra sin necesidad de que le abra la puerta. Más que verlo, siento su
presencia. Está ahí presenciando mi ausencia. Ni el más leve ruido lo anuncia.
Simplemente está ahí. Me vuelvo de costado en mi pensamiento. El general está
ahí. Hinchado monstruosamente, menos por la hidropesía que por la pena. Flota a
medio palmo del suelo. Ocupa la mitad y media de la no - habitación. Mi pierna
hinchada, el resto del cuarto. Sin necesidad de apretarnos mucho ocupamos en el
tiempo mayor lugar del que limitadamente nos concede en esta vida el espacio.
Buenas noches, mi estimado general. Me escucha, me contesta a su modo. La nebulosa
persona se remueve un poco. ¿Está usted cómodo? Me dice que sí. Me hace
entender que pese a nuestras desemejanzas, se siente cómodo a mi lado. Lo que
yo más apreciaba en los hombres, murmura, la sabiduría, la austeridad, la
verdad, la sinceridad, la independencia, el patriotismo... Bueno, bueno,
general, no nos haremos cumplidos ahora que todo está cumplido. Nuestras
desemejanzas, como usted dice, no son tantas. Sumergidos en esta obscuridad, no
nos distinguimos el uno del otro. Entre los no-vivos reina igualdad absoluta.
Así el débil como el fuerte son iguales. Como están las cosas, general, me
habría gustado más sin embargo vivir la vida de un peón de campo. Acuérdese,
Excelencia, me consuela el general con el vano consuelo de Horacio: Non omnismoriar.
¡Ah latinajos!, pienso. Sentencias que sólo sirven para discursos fúnebres. Lo
que sucede es que nunca uno llega a comprender de qué manera nos sobrevive lo
hecho. Tanto los que mucho creen en el más allá, como los que sólo creemos en
el más acá. ¡O altitudo!, dijo mi huésped y sus palabras rebotaron contra las
piedras... udo... udo... udo... Cuando acallaron los ecos del versículo entre
el zumbido de las moscas, volvió a nosotros el silencio de las profundidades.
Sólo deseo, general, que no haya acabado usted desesperado del pensamiento de
su Mayo, del mismo modo que desesperado de nuestro Mayo sin pensamiento.
¿Recuerda que usted mismo me lo aconsejó en una carta? El recuerdo pesa mucho,
lo sé. El recuerdo de las obras pesa más que las obras mismas. Comunicábanse
nuestras almas-huevos sin necesidad de voz, de palabras, de escritura, de
tratados de paz y guerra, de comercio. Fuertes en nuestra suprema debilidad,
nos íbamos al fondo. Sabiduría sin fronteras. Verdad sin límites, ahora que ya
no hay límites ni fronteras.
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