EL ARPA DORMIDA: Miguel Hernández: “El hombre acecha”, por Ancrugon.

 



Miguel Hernández dibujado por
Buero Vallejo en la cárcel.



El pasado 28 de marzo se cumplían 75 años de la muerte de Miguel Hernández en una cárcel de Alicante y, a pesar de no entusiasmarme la conmemoración de las ausencias, hoy hago una excepción y me dispongo a ofrecer mi modesto homenaje a un hombre que no concebía la vida sin la pasión: pasión por la amistad, pasión por el amor, pasión por la democracia, pasión por la libertad, pasión por escribir…

Como poeta, me van a permitir que utilice un tópico y diga que, Miguel Hernández era, o, mejor dicho, es, un poeta del pueblo, pues del pueblo procede, en el pueblo se enraíza, por el pueblo lucha y para el pueblo escribe, y en ningún momento de su corta vida, ni tan siquiera en los más duros y trágicos, pierde esa fidelidad hacia su sangre, que tanto aparece en sus versos.

Pero, además, Hernández, es un poeta sincero y comprometido que no duda en situarse en las primeras líneas del frente si allí eran necesarias sus palabras, pues él, a diferencia de otros que se consideraban más intelectuales, no aprovecha los resquicios de las fronteras para parapetarse tras la distancia del éxodo, no, él, mientras en las batallas se disparaban balas, utilizó la munición de sus versos, junto con otros que también empuñaron las armas de las ideas para defender la causa de la justicia y la libertad y que, tras la derrota conocieron la muerte, la cárcel o el exilio, unos con nombres conocidos y muchos más que han quedado en el olvido.

Y aprovechando que el título dado a este número 51 de nuestra revista El volumen de una sombra es Ira, no me resisto a comentar algunos conceptos sobre el libro más representativo de su creación durante la guerra: El hombre acecha, cuya edición estaba preparada para salir a la venta en una editorial de Valencia en la primavera de 1939, que constaba de 50.000 ejemplares, y la cual, sin embargo, fue totalmente destruida, excepto dos libros que acabaron en posesión de sendos amigos suyos.
Miguel Hernández arengando a
las tropas en el frente sur.



Al estallar la Guerra Civil, Miguel Hernández se alista en el bando republicano, decisión que no es muy bien vista por la familia de su novia, Josefina Manresa, pues el padre de ella, guardia civil de profesión, acaba de ser asesinado en Elda a manos de unos anarquistas, no obstante, Miguel no puede soportar la idea de que unos militares se hicieran con el poder que tanto había costado democratizar en España y, como tampoco entiende que se pueda luchar desde un despacho, se marcha al frente. Hernández simplemente defendía el orden constitucional establecido por las urnas de la democracia.

Se afilia al Partido Comunista de España y pronto es nombrado comisario político militar, teniendo como destino el 5º Regimiento, cargo por cuyo desempeño sería condenado a la pena capital después de la contienda. Como periodista, al servicio de la propaganda republicana, pues si tenemos que ser sinceros, en aquellos momentos, y en ambos bandos, la realidad se manipulaba en función de los intereses partidarios, estuvo en varios frentes: Teruel, Andalucía, Extremadura…, pero todavía tuvo tiempo de acercarse a su pueblo, Orihuela, para contraer matrimonio con su novia, por lo civil, pues como la propia Josefina comentaría: “no fue por la Iglesia porque no había quien nos casara”. En ejercicio de su cargo tuvo que asistir a diferentes congresos y viajes, como el que hizo a la Unión Soviética representando al gobierno de la República. Su primer hijo, Manuel Ramón, nació a finales de 1937, muriendo a los pocos meses y a quien dedicó el poema Hijo de la luz y de la sombra. Casi un año después nacería el segundo, Manuel Miguel, el niño de las famosas Nanas de la cebolla.
Miguel Hernández junto a su mujer,
Josefina Manresa, tras contraer 
matrimonio.


Durante la guerra, y los años posteriores de cárcel escribió tres poemarios: Viento del pueblo, El hombre acecha y Cancionero y romancero de ausencias, en los que iría evolucionando desde la arenga entusiasta repleta de esperanza, hasta la tristeza y melancolía por todo lo perdido, sin embargo, muchos otros poemas quedaron inéditos y extraviados ya que los iba escribiendo sobre la marcha para levantar la moral de sus compañeros y no guardaba ninguna copia de los mismos.

Hernández no solo era fiel a sus ideas, también lo era a sus amigos y estos militaban en ambos bandos. Con Alberti, quien tras su muerte se encargaría de editar sus poemas, tuvo sus más y sus menos a causa de la diferencia de pareceres sobre cómo trabajar mejor para la causa, pues Miguel no asimilaba muy bien el hecho de que los intelectuales de izquierdas se acomodaran y luchasen por la República sin asumir riesgos, mientras que él lo hacía desde la primera línea del frente. Miguel quería que los poetas pusieran sus sillas sobre la tierra, que saliesen de sus mundos académicos y los despachos y tomasen contacto con la realidad…

Por otro lado, sus amigos del bando franquista: José María Alfaro, Rafael Sánchez Mazas, ministro del segundo gobierno de Franco y ambos miembros fundadores de la Falange y, sobre todo, José María de Cossío, con quien colaboró estrechamente en la redacción de su enciclopedia de tauromaquia, trataron de ayudarle hasta el final cuando fue sentenciado a muerte, a pesar de las profundas convicciones que les separaban, pena que lograron permutar por la de treinta años y un día, aunque, ante su alarmante estado de salud, presionaran a los componentes del gobierno de la dictadura haciéndoles ver que el caso de Miguel Hernández podría ser similar al de Lorca, aquel que tanto había dañado la imagen de los vencedores internacionalmente, aunque no llegaron a tiempo de sacarle de la cárcel con vida, y solo el canónigo de Orihuela, Luis Almarcha Hernández, quien llegaría a ser procurador en Cortes durante la Dictadura, conseguiría, tras aceptar Miguel volver a casarse por la Iglesia, que lo trasladasen al hospital, donde murió.



Miguel Hernández se fue formando como poeta absorbiendo las diferentes experiencias vivenciales e intelectuales que la vida le fue ofreciendo, y así, de su formación clasicista de los comienzos, cabalgando entre las vanguardias y los neorrománticos, pasó a una poesía ideológica y social, sin olvidarse nunca de sus raíces populares y religiosas. Pero llegó la guerra y toda evolución quedó truncada, y la necesidad relegó las figuras retóricas a un segundo término dando paso a las palabras desnudas y claras como piedras factibles de ser arrojadas, las palabras como un hecho ineludible y urgente… Y así nació El hombre acecha.

La voz del poeta está cargada, en este poemario, de fatiga, desánimo y aflicción, es la voz de un hombre cansado, solo y vulnerable, el joven Miguel, pletórico de fuerza y esperanza, ha madurado, en sólo cuatro años, para convertirse en un hombre abrumado por la realidad, su lenguaje se hecho sobrio, sin metáforas ni otros afeites surrealistas, directo como un rayo, sin perderse en lo bucólico ni en los despliegues pintorescos de un mundo idealizado, íntimo, pues ha perdido la fe ya en ese mundo que se acaba y, con el fin de la República, se acercaba también el del hombre tal y como él lo había soñado. Ahora ya no hay hombres, solo toros heridos y tigres que matan a dentelladas.

Una calle de Madrid tras un bombardeo durante la Guerra Civil.


El primer poema que encontramos es el titulado Canción primera. Con métrica de romance, en esta canción se muestra la tragedia de la guerra que vuelve a los hombres en seres sin humanidad, ni solidaridad e, incluso, sin dignidad, capaces de cometer las mayores atrocidades, derrotados por sus instintos, se convierten en depredadores de hombres y en traidores de su propia esencia. Si analizamos más detenidamente el poema, encontraremos en él varias imágenes bastante sugerentes, por ejemplo, la animalización de esos nuevos seres, por un lado, las fieras, las garras, por el otro las víctimas: bueyes mansos y cobardes. La relación entre las armas que destruyen la belleza aparece con claridad en el verso: garras que revestía de suavidad y flores, y aparecen abismos entre el ser humano y la naturaleza: ¡Qué abismo entre el olivo / y el hombre se descubre! El hombre paciente, trabajador, el que echaba raíces, como los olivos, aquel cuyas manos eran las herramientas para producir y que ahora solo aferran armas: Las laboriosas manos de los trabajadores / caerán sobre vosotros con dientes y cuchillas. Y lo más triste es cuando avisa a su hijo para que se aparte de él mismo porque la guerra lo ha convertido en un monstruo capaz de hundir sus manos en la carne leve de su propio retoño…

CANCION PRIMERA


Se ha retirado el campo
al ver abalanzarse
crispadamente al hombre.

¡Qué abismo entre el olivo
y el hombre se descubre!

El animal que canta:
el animal que puede
llorar y echar raíces,
rememoró sus garras.

Garras que revestía
de suavidad y flores,
pero que, al fin, desnuda
en toda su crueldad.

Crepitan en mis manos.
Aparta de ellas, hijo.
Estoy dispuesto a hundirlas,
dispuesto a proyectarlas
sobre tu carne leve.

He regresado al tigre.
Aparta o te destrozo.

Hoy el amor es muerte,
y el hombre acecha al hombre.

 

Fusilamiento durante la Guerra Civil.

El poema Llamo al toro de España está escrito en alejandrinos asonantes. El “toro” simboliza en él al pueblo español, tanto en representación de lo sagrado, el ser enviado por los dioses, como en referencia al animal perfecto, fuerte, bravo, que lucha por sobrevivir y acaba sacrificado por el hombre, por lo que el poeta emplea constantes imperativos animándole a seguir, a sobrevivir, a salvarse, y vuelve a utilizar metáforas surrealistas como: “quisieran arrancar la piel al sol” o “en el bronce y en la piedra has mamado”, simbolismos complejos y, en ocasiones, contradictorios en la poesía hernandiana ya que adquieren significados distintos según el contexto en que se usen…

LLAMO AL TORO DE ESPAÑA


Alza, toro de España: levántate, despierta.
Despiértate del todo, toro de negra espuma,
que respiras la luz y rezumas la sombra,
y concentras los mares bajo tu piel cerrada.

Despiértate.

Despiértate del todo, que te veo dormido,
un pedazo del pecho y otro de la cabeza:
que aún no te has despertado como despierta un toro
cuando se le acomete con traiciones lobunas.

Levántate.

Resopla tu poder, despliega tu esqueleto,
enarbola tu frente con las rotundas hachas,
con las dos herramientas de asustar a los astros,
de amenazar al cielo con astas de tragedia.

Esgrímete.

Toro en la primavera más toro que otras veces,
en España más toro, toro, que en otras partes.
Más cálido que nunca, más volcánico, toro,
que irradias, que iluminas al fuego, yérguete.

Desencadénate.

Desencadena el raudo corazón que te orienta
por las plazas de España, sobre su astral arena.
A desollarte vivo vienen lobos y águilas
que han envidiado siempre tu hermosura de pueblo.

Yérguete.

No te van a castrar: no dejarás que llegue
hasta tus atributos de varón abundante,
esa mano felina que pretende arrancártelos
de cuajo, impunemente: pataléalos, toro.

Víbrate.

No te van a absorber la sangre de riqueza,
no te arrebatarán los ojos minerales.
La piel donde recoge resplandor el lucero
no arrancarán del toro de torrencial mercurio.

Revuélvete.

Es como si quisieran arrancar la piel al sol,
al torrente la espuma con uña y picotazo.
No te van a castrar, poder tan masculino
que fecundas la piedra; no te van a castrar.

Truénate.

No retrocede el toro: no da un paso hacia atrás
si no es para escarbar sangre y furia en la arena,
unir todas sus fuerzas, y desde las pezuñas
abalanzarse luego con decisión de rayo.

Abalánzate.

Gran toro que en el bronce y en la piedra has mamado,
y en el granito fiero paciste la fiereza:
revuélvete en el alma de todos los que han visto
la luz primera en esta península ultrajada.

Revuélvete.

Partido en dos pedazos, este toro de siglos,
este toro que dentro de nosotros habita:
partido en dos mitades, con una mataría
y con la otra mitad moriría luchando.

Atorbellínate.

De la airada cabeza que fortalece el mundo,
del cuello como un bloque de titanes en marcha,
brotará la victoria como un ancho bramido
que hará sangrar al mármol y sonar a la arena.

Sálvate.

Despierta, toro: esgrime, desencadena, víbrate.
Levanta, toro: truena, toro, abalánzate.
Atorbellínate, toro: revuélvete.
Sálvate, denso toro de emoción y de España.

Sálvate.

Seguidamente llegan dos poemas, en serventesios alejandrinos, inspirados en el viaje que Miguel Hernández realizó a Rusia para asistir al V Festival de Teatro de Moscú; Rusia y La fábrica ciudad, aunque sobre este tema escribió otro poema que no aparece en el libro: España en Ausencia. Estas composiciones son más bien descriptivas y, sobre todo, propagandísticas, en las que se agradece la ayuda de la Unión Soviética y se alaban los logros conseguidos por la Revolución.

Tropas de ambos bandos soportando la nieve en el Frente de Teruel.


Bastante más interés merece el siguiente poema, El soldado y la nieve, escrito en serventesios alejandrinos, posiblemente, en el frente de Teruel en diciembre de 1937, lugar y fecha bastante propicia para que se congele hasta el aliento, un frío intenso y seco como una cuchilla que se convierte en otro enemigo feroz y despiadado para los soldados. Y con él llega la nieve, “soledad de galopante luto”, que todo lo detiene, todo lo calla, todo lo cubre, en un proceso de metamorfosis donde se convierte en animal hiriente, en piedra muda de tumba cerrada, en muerte: “Muerde, tala, traspasa como un tremendo hachazo, / con un hacha de mármol encarnizado y leve.” La nieve se convierte en hacha, como aquella que se llevó a su amigo Sijé, y el blanco se convierte en oscuridad, en luto, en contraposición con la vida roja. La muerte es frialdad y la vida calidez, y los recuerdos, esta vez, son rocas y cenizas que rebrotarán cuando llegue el buen tiempo, el mañana esperado…

EL SOLDADO Y LA NIEVE


Diciembre ha congelado su aliento de dos filos,
y lo resopla desde los cielos congelados,
como una llama seca desarrollada en hilos,
como una larga ruina que ataca a los soldados.

Nieve donde el caballo que impone sus pisadas
es una soledad de galopante luto.
Nieve de uñas cernidas, de garras derribadas,
de celeste maldad, de desprecio absoluto.

Muerde, tala, traspasa como un tremendo hachazo,
con un hacha de mármol encarnizado y leve.
Desciende, se derrama como un deshecho abrazo
de precipicios y alas, de soledad y nieve.

Esta agresión que parte del centro del invierno,
hambre cruda, cansada de tener hambre y frío,
amenaza al desnudo con un rencor eterno,
blanco, mortal, hambriento, silencioso, sombrío.

Quiere aplacar las fraguas, los odios, las hogueras,
quiere cegar los mares, sepultar los amores:
y se va elevando lentas y diáfanas barreras,
estatuas silenciosas y vidrios agresores.

Que se derrame a chorros el corazón de lana
de tantos almacenes y talleres textiles,
para cubrir los cuerpos que queman la mañana
con la voz, la mirada, los pies y los fusiles.

Ropa para los cuerpos que pueden ir desnudos,
que pueden ir vestidos de escarchas y de hielos:
de piedra enjuta contra los picotazos rudos,
las mordeduras pálidas y los pálidos vuelos.

Ropa para los cuerpos que rechazan callados
los ataques más blancos con los huesos más rojos.
Porque tienen el hueso solar estos soldados,
y porque son hogueras con pisadas, con ojos.

La frialdad se abalanza, la muerte se deshoja,
el clamor que no suena, pero que escucho, llueve.
Sobre la nieve blanca, la vida roja y roja
hace la nieve cálida, siembra fuego en la nieve.

Tan decididamente son el cristal de roca
que sólo el fuego, sólo la llama cristaliza,
que atacan con el pómulo nevado, con la boca,
y vuelven cuanto atacan recuerdos de ceniza.


Los hombres viejos es el poema más extenso del libro y el más polémico de todos, por cuyo contenido agresivo, el cual gustosamente habría firmado el propio Quevedo, incluso fue censurado y detenido y puesto en libertad tras una pequeña vista. En sus 144 versos ataca, con saña y un tono sarcástico, a los abogados y jueces de la República quejándose de la “mala justicia” y de los atropellos que se cometían. Hernández los llama “hombres viejos” por estar aferrados a un pasado trasnochado, superado con creces y protector de los privilegios de algunos. El lenguaje de este poema es poco edificante, repleto de imágenes escatológicas, insultos, tacos y violencia verbal, además de una buena cantidad de neologismos inventados por el propio poeta.

En El vuelo de los hombres, un poema compuesto en serventesios de pies quebrado, intenta llevar a cabo una arenga y exaltación de los aviadores republicanos, “juventud de audacia con plumas”, elogiando su trabajo y su avidez de libertad.

Refugiados de la Guerra Civil huyendo hacia la frontera francesa.


Por su parte, en El hambre, Miguel Hernández se lamenta de la vida tan miserable de los campesinos pobres, los jornaleros, a quienes por su duro trabajo se les pagaba con desprecio y malos tratos “con golpes en los lomos”. El hambre que convierte a los niños en “agujeros secos”, “el hambre que paseaba sus vacas exprimidas, / sus mujeres resecas, sus devoradas ubres”. El poema está dividido en dos partes, en la primera parece referirse al hambre corporal, mientras que la segunda los hace al hambre moral…

EL HAMBRE

 

I


Tened presente el hambre: recordad su pasado
turbio de capataces que pagaban en plomo.
Aquel jornal al precio de la sangre cobrado,
con yugos en el alma, con golpes en el lomo.

El hambre paseaba sus vacas exprimidas,
sus mujeres resecas, sus devoradas ubres,
sus ávidas quijadas, sus miserables vidas
frente a los comedores y los cuerpos salubres.

Los años de abundancia, la saciedad, la hartura,
eran sólo de aquellos que se llamaban amos.
Para que venga el pan justo a la dentadura
del hambre de los pobres aquí estoy, aquí estamos.

Nosotros no podemos ser ellos, los de enfrente,
los que entienden la vida por un botín sangriento:
como los tiburones, voracidad y diente,
panteras deseosas de un mundo siempre hambriento.

Años del hambre han sido para el pobre sus años.
Sumaban para el otro su cantidad los panes.
Y el hambre alobadaba sus rapaces rebaños
de cuervos, de tenazas, de lobos, de alacranes.

Hambrientamente lucho yo, con todas mis brechas,
cicatrices y heridas, señales y recuerdos
del hambre, contra tantas barrigas satisfechas:
cerdos con un origen peor que el de los cerdos.

Por haber engordado tan baja y brutalmente,
más abajo de donde los cerdos se solazan,
seréis atravesados por esta gran corriente
de espigas que llamean, de puños que amenazan.

No habéis querido oír con orejas abiertas
el llanto de millones de niños jornaleros.
Ladrábais cuando el hambre llegaba a vuestras puertas
a pedir con la boca de los mismos luceros

En cada casa, un odio como una higuera fosca,
como un tremante toro con los cuernos tremantes,
rompe por los tejados, os cerca y os embosca,
y os destruye a cornadas, perros agonizantes.

II


El hambre es el primero de los conocimientos:
tener hambre es la cosa primera que se aprende.
Y la ferocidad de nuestros sentimientos,
allá donde el estómago se origina, se enciende.

Uno no es tan humano que no estrangule un día
pájaros sin sentir herida en la conciencia:
que no sea capaz de ahogar en nieve fría
palomas que no saben si no es de la inocencia.

El animal influye sobre mí con extremo,
la fiera late en todas mis fuerzas, mis pasiones.
A veces, he de hacer un esfuerzo supremo
para acallar en mí la voz de los leones.

Me enorgullece el título de animal en mi vida,
pero en el animal humano persevero.
Y busco por mi cuerpo lo más puro que anida,
bajo tanta maleza, con su valor primero.

Por hambre vuelve el hombre sobre los laberintos
donde la vida habita siniestramente sola.
Reaparece la fiera, recobra sus instintos,
sus patas erizadas, sus rencores, su cola.

Arroja sus estudios y la sabiduría,
y se quita la máscara, la piel de la cultura,
los ojos de la ciencia, la corteza tardía
de los conocimientos que descubre y procura.

Entonces solo sabe del mal, del exterminio.
Inventa gases, lanza motivos destructores,
regresa a la pezuña, retrocede al dominio
del colmillo, y avanza sobre los comedores.

Se ejercita en la bestia, y empuña la cuchara
dispuesto a que ninguno se le acerque a la mesa.
Entonces sólo veo sobre el mundo una piara
de tigres, y en mis ojos la visión duele y pesa.

Yo no tengo en el alma tanto tigre admitido,
tanto chacal prohijado, que el vino que me toca,
el pan, el día, el hambre no tenga compartido
con otras hambres puestas noblemente en la boca.

Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera
hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente.
Yo, animal familiar, con esta sangre obrera
os doy la humanidad que mi canción presiente.

 

Hospital improvisado para los heridos.

El herido, un poema en dos partes compuesto en serventesios alejandrinos de pie quebrado, es un canto a la sangre, la derramada, la que empapa y alimenta la tierra, la patria, la que brota de los cuerpos como surtidores: “la sangre llueve siempre boca arriba”. Un poema de heridas que suenan porque todavía hay vida y de sangre que no se pierde, pues se vierte para la libertad y una nueva esperanza…

 

EL HERIDO

 

Para el muro de un hospital de sangre.

I


Por los campos luchados se extienden los heridos.
Y de aquella extensión de cuerpos luchadores
salta un trigal de chorros calientes, extendidos
en roncos surtidores.

La sangre llueve siempre boca arriba, hacia el cielo.
Y las heridas sueñan, igual que caracolas,
cuando hay en las heridas celeridad de vuelo,
esencia de las olas

La sangre huele a mar, sabe a mar y a bodega.
La bodega del mar, del vino bravo, estalla
allí donde el herido palpitante se anega,
y florece y se halla.

Herido estoy, miradme: necesito más vidas.
La que contengo es poca para el gran cometido
de sangre que quisiera perder por las heridas.
Decid quién no fue herido.

Mi vida es una herida de juventud dichosa.
¡Ay de quien no está herido, de quien jamás se siente
herido por la vida, ni en la vida reposa
herido alegremente!

Si hasta a los hospitales se va con alegría,
se convierten en huertos de heridas entreabiertas,
de adelfos florecidos ante la cirugía
de ensangrentadas puertas.

 

II


Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.

Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada,
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.

Soldado escribiendo una carta.

En Carta, las palomas son cartas que llevan y traen noticias entre personas separadas, son el nexo entre ausencias que hieren y duelen, cartas que se escriben con el último aliento y se leen incluso después de muertos, cartas que traen la alegría de los seres queridos, las emociones, las esperanzas, los roces de una piel amada o los huesos de un adiós infinito, cartas que nunca llegan o cartas sin destino…


CARTA


El palomar de las cartas
abre su imposible vuelo
desde las trémulas mesas
donde se apoya el recuerdo,
la gravedad de la ausencia,
el corazón, el silencio.

Oigo un latido de cartas
navegando hacia su centro.

Donde voy, con las mujeres
y con los hombres me encuentro,
malheridos por la ausencia
desgastados por el tiempo.

Cartas, relaciones, cartas:
tarjetas postales, sueños,
fragmentos de la ternura,
proyectados en el cielo,
lanzados de sangre a sangre
y de deseo a deseo.

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.

En un rincón enmudecen
cartas viejas, sobres viejos,
con el color de la edad
sobre la escritura puesto.
Allí perecen las cartas
llenas de estremecimientos.
Allí agoniza la tinta
y desfallecen los pliegos,
y el papel se agujerea
como un breve cementerio
de las pasiones de antes,
de los amores de luego.

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.

Cuando te voy a escribir
se emocionan los tinteros:
los negros tinteros fríos
se ponen rojos y trémulos,
y un claro calor humano
sube desde el fondo negro.

Cuando te voy a escribir,
te van a escribir mis huesos:
te escribo con la imborrable
tinta de mi sentimiento.

Allá va mi carta cálida,
paloma forjada al fuego,
con las dos alas plegadas
y la dirección en medio.
Ave que sólo persigue,
para nido y aire y cielo,
carne, manos, ojos tuyos,
y el espacio de tu aliento.

Y te quedarás desnuda
dentro de tus sentimientos,
sin ropa, para sentirla
del todo contra tu pecho.

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.

Ayer se quedó una carta
abandonada y sin dueño,
volando sobre los ojos
de alguien que perdió su cuerpo.

Cartas que se quedan vivas
hablando para los muertos:
papel anhelante, humano,
sin ojos que puedan serlo.

Mientras los colmillos crecen,
cada vez más cerca siento
la leve voz de tu carta
igual que un clamor inmenso.
La recibiré dormido,
si no es posible despierto.
Y mis heridas serán
los derramados tinteros,
las bocas estremecidas
de rememorar tus besos,
y con su inaudita voz
han de repetir: te quiero.
 

Prisioneros de la Guerra Civil en una cárcel de Madrid.


Las cárceles parece un poema premonitorio de lo que le aguardaba a Miguel Hernández, en él ellas no se identifican con un lugar, sino con un ser de vida propia que devora todo: “Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo, / van por la tenebrosa vía de los juzgados: / buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen, / lo absorben, se lo tragan”. Los objetos cobran vida y se compadecen del hombre, como la espada de la justicia, pero no las cárceles, ellas simplemente devoran y la única esperanza del prisionero es volar como Ícaro para salir del laberinto: “Un hombre que cosecha y arroja todo el viento / desde su corazón donde crece un plumaje”. Y en las cárceles todo se pudre, hasta la esperanza y hasta los muros, pero no el alma, pues a ella nada la puede atar ni encerrar…

LAS CÁRCELES

I


Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo,
van por la tenebrosa vía de los juzgados:
buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen,
lo absorben, se lo tragan.

No se ve, que se escucha la pena de metal,
el sollozo del hierro que atropellan y escupen:
el llanto de la espada puesta sobre los jueces
de cemento fangoso.

Allí, bajo la cárcel, la fábrica del llanto,
el telar de la lágrima que no ha de ser estéril,
el casco de los odios y de las esperanzas,
fabrican, tejen, hunden.

Cuando están las perdices más roncas y acopladas,
y el azul amoroso de las fuerzas expansivas,
un hombre hace memoria de la luz, de la tierra,
húmedamente negro.

Se da contra las piedras la libertad, el día,
el paso galopante de un hombre, la cabeza,
la boca con espuma, con decisión de espuma,
la libertad, un hombre.

Un hombre que cosecha y arroja todo el viento
desde su corazón donde crece un plumaje:
un hombre que es el mismo dentro de cada frío,
de cada calabozo.

Un hombre que ha soñado con las aguas del mar,
y destroza sus alas como un rayo amarrado,
y estremece las rejas, y se clava los dientes
en los dientes del trueno.

II


Aquí no se pelea por un buey desmayado,
sino por un caballo que ve pudrir sus crines,
y siente sus galopes debajo de los cascos
pudrirse airadamente.

Limpiad el salivazo que lleva en la mejilla,
y desencadenad el corazón del mundo,
y detened las fauces de las voraces cárceles
donde el sol retrocede.

La libertad se pudre desplumada en la lengua
de quienes son sus siervos más que sus poseedores.
Romped esas cadenas, y las otras que escucho
detrás de esos esclavos.

Esos que sólo buscan abandonar su cárcel,
su rincón, su cadena, no la de los demás.
Y en cuanto lo consiguen, descienden pluma a pluma,
enmohecen, se arrastran.

Son los encadenados por siempre desde siempre.
Ser libre es una cosa que sólo un hombre sabe:
sólo el hombre que advierto dentro de esa mazmorra
como si yo estuviera.

Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.
Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma.
Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias:
no le atarás el alma.

Cadenas, sí: cadenas de sangre necesita.
Hierros venenosos, cálidos, sanguíneos eslabones,
nudos que no rechacen a los nudos siguientes
humanamente atados.

Un hombre aguarda dentro de un pozo sin remedio,
tenso, conmocionado, con la oreja aplicada.
Porque un pueblo ha gritado, ¡libertad!, vuela el cielo.
Y las cárceles vuelan.


Milicias popuares

Pueblo es un poema donde se contraponen las personas a las armas pretendiendo, de esa forma, demostrar que siempre el pueblo vencerá a aquellas: “Porque un cañón no puede los que pueden diez dedos: / porque le falta el fuego que en los brazos dispara / un corazón que vierte distribuyendo chorros / hasta grabar un hombre”. Un pueblo siempre tendrá a sus muertos para defender su honor, por eso la victoria no es de quien dispara…

PUEBLO


Pero ¿qué son las armas: qué pueden, quién ha dicho?
Signo de cobardía son: las armas mejores
aquellas que contienen el proyectil de hueso
son. Mírate las manos.

Las ametralladoras, los aeroplanos, pueblo:
todos los armamentos son nada colocados
delante de la terca bravura que resopla
en tu esqueleto fijo.

Porque un cañón no puede lo que pueden diez dedos:
porque le falta el fuego que en los brazos dispara
un corazón que viene distribuyendo chorros
hasta grabar un hombre.

Poco valen las armas que la sangre no nutre
ante un pueblo de pómulos noblemente dispuestos,
poco valen las armas: les falta voz y frente,
les sobra estruendo y humo.

Poco podrán las armas: les falta corazón.
Separarán de pronto dos cuerpos abrazados,
pero los cuatro brazos avanzarán buscándose
enamoradamente.

Arrasarán un hombre, desclavarán de un vientre
un niño todo lleno de porvenir y sombra,
pero, tras los pedazos y la explosión, la madre
seguirá siendo madre.

Pueblo, chorro que quieren cegar, estrangular,
y salta ante las armas más alto, más potente:
no te estrangularán porque les faltan dedos,
porque te basta sangre.

Las armas son un signo de impotencia: los hombres
se defienden y vencen con el hueso ante todo.
Mirad estas palabras donde me ahondo y dejo
fósforo emocionado.

Un hombre desarmado siempre es un firme bloque:
sabe que no es estéril su firmeza, y resiste.
Y los pueblos se salvan por la fuerza que sopla
desde todos sus muertos.

Un tren aparece por una vía muerta como un barco fantasma perdido en el océano y va derramando, a su paso, los miembros de sus heridos, mientras el poeta pide, constantemente, ¡silencio!, esto es El tren de los heridos, un poema compuesto en versos endecasílabos agrupados en serventesios repletos de imágenes y símbolos como el gongorino “silencio que naufraga en el silencio”. Silencio, se busca el silencio incluso amordazando las ruedas y los relojes, pero ese intento fracasará al querer “detener la voz del mar”

EL TREN DE LOS HERIDOS


Silencio que naufraga en el silencio
de las bocas cerradas de la noche.
No cesa de callar ni atravesado.
Habla el lenguaje ahogado de los muertos.

Silencio.

Abre caminos de algodón profundo,
amordaza las ruedas, los relojes,
detén la voz del mar, de la paloma:
emociona la noche de los sueños.

Silencio.

El tren lluvioso de la sangre suelta,
el frágil tren de los que se desangran,
el silencioso, el doloroso, el pálido,
el tren callado de los sufrimientos.

Silencio.

Tren de la palidez mortal que asciende:
la palidez reviste las cabezas,
el ¡ay! la voz, el corazón la tierra,
el corazón de los que malhirieron.

Silencio.

Van derramando piernas, brazos, ojos,
van arrojando por el tren pedazos.
Pasan dejando rastros de amargura,
otra vía láctea de estelares miembros.

Silencio.

Ronco tren desmayado, envejecido:
agoniza el carbón, suspira el humo
y, maternal, la máquina suspira,
avanza como un largo desaliento.

Silencio.

Detenerse quisiera bajo un túnel
la larga madre, sollozar tendida.
No hay estaciones donde detenerse,
si no es el hospital, si no es el pecho.

Silencio.

Para vivir, con un pedazo basta:
en un rincón de carne cabe un hombre.
Un dedo solo, un solo trozo de ala
alza el vuelo total de todo un cuerpo.

Silencio.

Detened ese tren agonizante
que nunca acaba de cruzar la noche.
Y se queda descalzo hasta el caballo,
y enarena los cascos y el aliento.

 

Como ya he comentado más arriba, Miguel Hernández hizo un dramático llamamiento a sus colegas en el poema Llamo a los poetas y, además de homenajear a alguno de ellos, les pide que se enfrenten con la realidad de la guerra y que le acompañen en su compromiso de la poesía de urgencia, y es que la poesía es un arma bastante eficaz a la que todos los dictadores temen.

Otra arenga, esta vez a los mandos del ejército republicano, es el poema titulado Oficiales de la VI División, a quienes Miguel Hernández les pide imaginación, alegres y abnegados: “Con vosotros vendrá la primavera / de la herida cerrada y de los panes. / Y ha de alabarse el vientre y la cantera / de donde habéis nacido capitanes”.

Tropas desplegándose por el frente.


Un canto a la sangre, de nuevo la sangre, derramada durante dos años de guerra es el soneto titulado 18 de julio 1936 – 18 de julio 1938

18 DE JULIO 1936-18 DE JULIO 1938


Es sangre, no granizo, lo que azota mis sienes.
Son dos años de sangre: son dos inundaciones.
Sangre de acción solar, devoradora vienes,
hasta dejar sin nadie y ahogados los balcones.

Sangre que es el mejor de los mejores bienes.
Sangre que atesoraba para el amor sus dones.
Vedla enturbiando mares, sobrecogiendo trenes,
desalentando toros donde alentó leones.

El tiempo es sangre. El tiempo circula por mis venas.
Y ante el reloj y el alba me siento más que herido,
y oigo un chocar de sangres de todos los tamaños.

Sangre donde se puede bañar la muerte apenas:
fulgor emocionante que no ha palidecido,
porque lo recogieron mis ojos de mil años.

        

Bombardeo sobre Madrid


Porque Madrid es la esperanza de la República y de su resistencia dependía el devenir de la contienda, Miguel Hernández le dedica este poema, como ya anteriormente había hecho en Viento del Pueblo, cuando compuso Fuerza del Manzanares. Pretende alentar a sus gentes en prolongar la defensa de la ciudad: “De entre las piedras, la encina y el haya, / de entre un follaje de hueso ligero / surte un acero que no se desmaya: / surte un acero".

El simbolismo de la patria va más allá, hasta considerarla nuestra madre, Madre España, una relación telúrica entre lo divino y lo terrenal: “Tierra que voy comiendo, que al fin me ha de comer”, para decir más adelante: “Con más fuerza que antes, volverás a parirme”. La idea de defender España le obsesiona y le preocupa: “los grajos crecen en todas partes”.

MADRE ESPAÑA


Abrazado a tu cuerpo como el tronco a su tierra,
con todas las raíces y todos los corajes,
¿quién me separará, me arrancará de ti,
madre?

Abrazado a tu vientre, ¿quién me lo quitará,
si su fondo titánico da principio a mi carne?
Abrazado a tu vientre, que es mi perpetua casa,
¡nadie!

Madre: abismo de siempre, tierra de siempre: entrañas
donde desembocando se unen todas las sangres:
donde todos los huecos caídos se levantan:
madre.

Decir madre es decir tierra que me ha parido;
es decir a los muertos: hermanos, levantarse;
es sentir en la boca y escuchar bajo el suelo
sangre.

La otra madre es un puente, nada más, de tus ríos.
El otro pecho es una burbuja de tus mares.
Tú eres la madre entera con todo su infinito,
madre.

Tierra: tierra en la boca, y en el alma, y en todo.
Tierra que voy comiendo, que al fin ha de tragarme.
Con más fuerza que antes, volverás a parirme,
madre.

Cuando sobre tu cuerpo sea una leve huella,
volverás a parirme con más fuerza que antes.
Cuando un hijo es un hijo, vive y muere gritando:
¡madre!

Hermanos: defendamos su vientre acometido,
hacia donde los grajos crecen de todas partes,
pues, para que las malas alas vuelen, aún quedan
aires.

Echad a las orillas de vuestro corazón
el sentimiento en límites, los afectos parciales.
Son pequeñas historias al lado de ella, siempre
grande.

Una fotografía y un pedazo de tierra,
una carta y un monte son a veces iguales.
Hoy eres tú la hierba que crece sobre todo,
madre.

Familia de esta tierra que nos funde en la luz,
los más oscuros muertos pugnan por levantarse,
fundirse con nosotros y salvar la primera
madre.

España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos
de dolor y de piedra profunda para darme:
no me separarán de tus altas entrañas,
madre.

Además de morir por ti, pido una cosa:
que la mujer y el hijo que tengo, cuando pasen,
vayan hasta el rincón que habite de tu vientre,
madre.


Miliciana francotiradora en Madrid.


Y por fin llegamos a la última composición, Canción última, un romance en el que Miguel Hernández quiso dejar una puerta abierta a la esperanza. Está solo, perdido y sufre por su familia, pero espera, confía, en la llegada de mejores tiempos: “florecerán los besos sobre las almohadas. / Y en torno de los cuerpos / elevará la sábana / su intensa enredadera”. Y a pesar de que permanecen los fantasmas y los traumas de la guerra, quiere cerrar este libro con un grito que dice mucho de su estado de ánimo: “¡Dejadme la esperanza!”


CANCIÓN ÚLTIMA


Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.

Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa,
con su ruinosa cama.

Florecerán los besos
sobre las almohadas.

Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.

El odio se amortigua
detrás de la ventana.

Será la garra suave.

Dejadme la esperanza.

 

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